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jueves, 31 de marzo de 2016

¡Solos!






¡Solos!


Los jóvenes, que llevaban varios meses encerrados en una casa provista de cámaras por todas partes, vieron como las puertas se abrían. Nadie les dijo nada, ni de quedarse, ni de salir. Hacía varios días que notaban que algo extraño había sucedido, pues nadie del programa se había puesto en contacto con ellos, cuando antes el trato con la organización era diario. Como decía, las puertas se abrieron solas. Salieron un poco extrañados.

Lo que vieron fuera les dejó sin habla. El pueblo en el que se enclavaba la casa se encontraba inusualmente vacío. Calles sin coches, aceras desiertas, tiendas cerradas. Algunas casas se encontraban en un estado ruinoso, mientras las numerosas aves que solían surcar los cielos de aquella región habían desaparecido. Llamaron a la puerta de una de las casas. Nadie respondió. Se dirigieron a la plaza del ayuntamiento. Nadie. La Casa Consistorial cerrada. Ninguna bandera culebreaba en el balcón principal. Allí se encontraba la comisaría de policía. Entraron para informarse de lo que estaba sucediendo. Nadie, las luces apagadas, los calabozos abiertos. Ningún policía, ni siquiera uno para recoger llamadas de urgencia. La Casa de Salud aledaña. Entraron. Nadie tampoco, ni celadores, ni gente, ni colas en la consulta del médico. Algo extraño había sucedido y no sabían qué era. Ni un alma, ni vivo ni muerto.
Coches aparcados. Abrieron uno y lo puentearon. Decidieron regresar a Madrid. No disponían de teléfonos móviles. En el interior del coche había uno, pero no funcionaba.
Condujeron hasta la capital, y durante el trayecto no se cruzaron ni vieron ni les rebasó ningún vehículo, lo que les extrañó tovadía más. Al ir transitando por la autopista de entrada a Madrid viniendo de Segovia, divisaron el skyline de la ciudad. Las torres Kio destacaban a lo lejos y otros rascacielos en construcción arañaban el azul celeste. Sin embargo algo no iba bien, lo que vieron les obligó a parar el coche en el arcen y bajarse. No dudaron en hacerlo aunque estaba prohibido, pero al verse solos, no dudaron.
El perfil de la ciudad mostraba esos rascacielos destruidos, echando humo. De hecho multitud de volutas de humo salían desde diferentes puntos de la ciudad. Algo horrible habia destruido la ciudad, y ellos habían permanecido al margen de todo en aquella casa, en aquel estúpido concurso.
 
Llegaron a la ciudad. Nadie. Vacía. El holocausto nuclear había hecho acto de presencia, por fin. Se fijaron en un kiosko de prensa. Los periódicos que allí se exhibían tenían fecha de dos semanas atrás, justo cuando la vida abandonó a los humanos. Según las portadas, la debacle fue mundial. Los que habían podido habían huido a refugios subterráneos, los demás habían muerto, pero, curiosamente esas bombas atómicas tenían el poder de desintegrar los cuerpos y su indumentaria en cuanto la radiación les alcanzaba. Por la calle sólo quedaban sus pendientes, anillos y demás abalorios tirados donde probablemente habían caído los cuerpos, pues unas manchas negruzcas como de hogueras apagadas teñían las aceras alrededor de las joyas caídas. Todo se desintegraba, y solo permanecían los componentes metálicos, los bolsos de piel también desaparecían. Las aceras estaban llenas de joyas y monedas, que nadie podría lucir o gastar jamás.
Se asustaron. Miraron alrededor. No tenían a quién preguntar. Madrid vacía como nunca. La Castellana, la Gran Vía, la calle de Alcalá sin coches, sin gente, los árboles quemados.

La escena que Dante hubiera descrito como la antesala misma de su infierno.
Finalmente, el mundo se había acabado, con sus miserias y sus inmundicias. El dolor había desaparecido. Pero la felicidad potencial no. Quedaban dos chicos y tres chicas que se habían topado con ese cambio de golpe, sin estar previamente preparados para ello. Ellos tendrían en adelante la misión de colonizar el mundo. Un mundo repoblado por participantes y seguidores habituales de realities. El futuro de la humanidad en manos de esas mentes empequeñecidas y ahora de vuelta a las cavernas, sin últimas tecnologías, sin luz, sin las comodidades propias del siglo en el que se encontraban.
Y sin embargo, al día siguiente volvería a salir el sol.

(Dedicado a todas esas mentes enfermas que están buscando denodadamente este final: políticos corruptos y sus aliados, empresarios que buscan el beneficio por encima de todo y de todos, predicadores apocalípticos que se frotan las manos ante la posibilidad de negocio, terroristas y fanáticos a los solo les mueve el afán de dinero y poder, y tantos otros buitres que saben sacar provecho de la desgracia ajena… Dedicado también a esos científicos que buscan la forma de salir de este planeta hacia un lugar seguro en el que empezar de nuevo… para que haya una vía de escape cuando esto llegue, que llegará, intuyo, pues lo que sobran son estúpidos dispuestos a pulsar el botón.)





¡Solos! de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons




jueves, 17 de marzo de 2016

Una decisión difícil





Una decisión difícil






Los niños estaban asustados. Se encontraban en clase, cuando las sirenas empezaron a sonar. Un bombardeo. Ruido de aviones que traían cantos de muerte a un pueblo que no entendía el porqué. El profesor apremió a sus alumnos a correr a sus casas, la mayoría vivía en las cercanías del colegio, para reunirse con sus familias en los refugios antiaéreos de costumbre. Las alarmas sonaban durante diez minutos, y en ese breve lapso de tiempo la gente trataba de ponerse a cubierto. Muchas veces las bombas caían nada más empezar a sonar las sirenas, otras veces había más margen, pero por regla general, solía quedar tiempo.


En aquel barrio de Alepo había dos refugios perfectamente equipados para estancias de larga duración y que podían acoger a miles de personas, aunque últimamente desaparecían las latas de conserva de los anaqueles, pues había gente que estaba en paro, pues muchas empresas habían cerrado durante esta guerra, y apenas tenían nada que comer. Otras personas iban reponiendo de su bolsillo las reservas desaparecidas sin hacer preguntas. Normalmente los refugios se llenaban de gente y la estancia no solía superar el cuarto de hora hasta que cesaban de caer las bombas. Luego quedaba la parte más dura: comprobar que todo seguía en pie como antes del ataque, y que no faltaba nadie, o que nadie yacía entre las piedras de los edificios destruidos y de los que se elevaban multitud de volutas de humo. Casi siempre encontraban algún fallecido, gente que desoía las advertencias de las alarmas y seguía en su casa o negocio a lo suyo. Y es que había gente que, cuatro años después de comenzar las hostilidades, ya estaba tan hecha a esas situaciones, tanto que terminaban por ignorarlas, y seguían con su vida hasta que una bomba mal tirada decidiese segársela. Puro azar. Siempre hay gente que elige jugársela a todo o nada.


Los hermanos de seis y siete años llegaron al refugio donde les esperaban su madre, sus tías y sus hermanas. Los hombres por regla general se ocultaban en refugios cerca de sus lugares de trabajo, que iban mermando a ojos vista. Cada bombardeo dejaba a más gente en la pobreza, sin trabajo, sin nada que llevarse a la boca, así, de repente. Saltaban por los aires los edificios oficiales y todos los demás de los alrededores. En esa parte de la ciudad ya no había panaderías, restaurantes ni tiendas de confección. De hecho no existía vida comercial alguna, casi todos los edificios presentaban un aspecto ruinoso. Los profesores decidieron no cerrar la escuela, como símbolo de una normalidad que en realidad no existía.

-Niños, menos mal que habéis llegado a tiempo –dijo la madre mientras se oían caer las primeras bombas de la mañana-. Vuestro padre y yo hemos decidido marcharnos del país. Deberéis despediros hoy mismo de vuestros amigos. Saldremos mañana al amanecer. Nunca más volveremos a tener que refugiarnos para no ser alcanzados por una bomba. Nunca más os pondremos en peligro por no tener valor para dejarlo todo en pos de un lugar en paz en el que podamos vivir sin miedo. No quiero perderos por nada del mundo.


La madre abrazó a sus cuatro hijos, dos niños y dos niñas, la menor de cinco años, la mayor de once. Todos hipaban de desasosiego.

-No volveremos a sentirnos así, os lo prometo. Nos vamos a Europa. Dicen que allí, en Suecia, hay un alto nivel de vida, en el que vuestro padre encontrará trabajo de analista informático fácilmente. Y yo puedo buscar trabajo en las universidades, sigo siendo doctora en bioquímica, eso no me lo quita nadie. Eso sí, tendremos que aprender sueco si con el inglés no llega, pero no importa, cualquier cosa con tal de recuperar nuestra vida. Dicen que los europeos han aprendido de sus dos guerras mundiales y son acogedores y comprensivos con nuestro drama. Todo irá mejor, niños, no lo olvidéis.
-¿Vamos a dejar todas nuestras cosas aquí, como las consolas, la piscina o nuestro barco en Samandagi?
-Sí, cariño, no podemos llevarnos todo eso. El barco nos lo han requisado los militares, si no, nos iríamos en él. Pero en cuanto acabe la guerra volveremos para recoger todo lo que podamos llevarnos, te lo prometo. Sólo me llevaré un álbum de fotos, algo de ropa para todos y ya está.
-¿Puedo llevarme mi peluche de dormir? –preguntó una de las niñas.
-Sí, cielo. Pero solo uno.
-¿Y mi equipo de pádel? –preguntó uno de los niños.
-No, pequeño. Coge solo una pala y una pelota y ya está.
-¡Y yo cojo la mía y así podemos jugar juntos cuando veamos algún sitio que lo permita! –exclamó otro de los hermanos.
-De acuerdo, pero recordad que solo llevaremos con nosotros lo mínimo necesario. Lo demás lo compraremos en Suecia cuando nos establezcamos. Todo irá bien –decía la madre mientras abrazaba a una de sus hijas y se balanceaba mirando hacia la nada con preocupación.
Al día siguiente huirían de las bombas como cientos de miles de sirios. Muchos de ellos jamás llegarían a destino. Y Europa construiría muros para dejarlos fuera, a ellos que lo habían tenido todo.
Europa sacó su verdadera cara. Esa familia jamás llegaría a Suecia, sino que languidecería en uno de los enormes campamentos de refugiados en Turquía. Demasiado tarde para retroceder, pero el continente solo quería desentenderse del problema. La madre comprobó con los meses de mucho andar entre barro y penalidades, que en realidad en Europa no habíamos aprendido nada de nuestra historia y les dábamos la espalda.

A ellos que lo habían tenido todo.













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jueves, 10 de marzo de 2016

El llanto entre las telas



El llanto entre las telas
Manhattan, 25 de marzo de 1911


Sarah lloraba. Había salido ilesa de aquel infierno, pero su vida ya nunca volvería a ser la misma desde entonces. Había ido a trabajar como siempre desde los últimos años, pero nadie pudo prever lo que aquel día ocurriría en la fábrica de camisas neoyorquina situada en pleno Manhattan. Sería aquella una fecha que a muchos nunca se les borraría de la memoria.
Alguien muy atontado, o muy malintencionado, todo podría ser, habría tirado una colilla encendida en una papelera llena de restos de tela, aunque esa teoría se desmentía sola, pues el mismo fumador seguramente perdió la vida aquel día. O el fumador hacía gala de muy pocas luces, o su despiste había sido monumental. 
El fuego se extendió con rapidez por toda la sala, pues las telas hacían de improvisado combustible. Las mesas que sustentaban las muchas máquinas de coser fueron abandonadas inmediatamente. Las mujeres y también algunos hombres que allí trabajaban desfilaron con rapidez hacia las escaleras de acceso buscando la salida. El humo ya empezaba a llenarlo todo y el fuego se estaba extendiendo hacia las dos plantas colindantes, la séptima y la novena de aquel edificio de diez plantas. En poco tiempo, el edificio entero presentaba un aspecto de antorcha. Los neoyorquinos que pasaban en aquellos momentos por la calle se paraban a mirar, pasmados por el espectáculo. Se oían golpes y gritos tras las diferentes puertas, como la principal o la de mercancías, pero nadie podía salir: durante las horas de trabajo estaban selladas para todo el mundo, para evitar así el robo de género por parte de los y las trabajadoras. Una trampa mortal. La gente desde fuera golpeaba las puertas para intentar abrir una vía de escape que ayudase a aquellas personas atrapadas, pero resultaba imposible echar abajo aquellas puertas de madera maciza solo propinándole patadas. 
Sarah se encontraba en el décimo piso, dos más arriba de donde todo empezó. Un grupo de quince trabajadoras intentaron abrir la puerta de la azotea para poder respirar, pero estaba cerrada, así que la única opción de aquellas mujeres era pedir ayuda por las ventanas que daban hacia una calle principal. Las llamas llegaban cuando algunas de ellas tomaron una decisión.

-Miriam, ¿qué vas a hacer? –preguntó Sarah entre hipidos.
-No quiero morir quemada, es mejor que si es inevitable sea lo más rápido posible.
-Pero van a venir los bomberos y nos salvarán, lo verás.
-No esperes que eso ocurra. El incendio ha sido provocado por los jefes. Ya están hartos de nuestras reivindicaciones y han decidido cortar por lo sano. Nadie tira una colilla en un cesto lleno de tela, algo así sólo puede ser provocado intencionadamente, es más, nadie debería fumar en una fábrica que trabaja con telas. Quieren deshacerse de nosotras, nuestras huelgas les cuestan dinero. Los bomberos no vendrán, pero el fuego sí. Adiós pequeña Sarah –y diciendo esto se tiró por la ventana desde el piso décimo. Un ruido seco se oyó al impactar su cuerpo contra el suelo. Sarah lloraba.

Otras mujeres decidieron hacer lo mismo, y se tiraron sin pensarlo mucho. Antes morir por una caída, que debatiéndose de dolores por quemaduras que podrían alargar la agonía hasta límites insospechados. 
Sarah regresó a las cercanías de la sala en la que el fuego ya se extendía a sus anchas, y cogió una vara de hierro que estaba caída en el suelo. La vara quemaba como el ambiente, que resultaba abrasador en algunas zonas del edificio, pero eso no le amilanó, se protegió las manos con su pañuelo del cuello, y salió de allí. Regresó hacia la puerta de la azotea y comenzó a golpear la puerta con la vara hasta abrir un boquete en ella. Sus compañeras, otras seis mujeres a las que les había faltado el valor para arrojarse por la ventana, buscaron objetos contundentes que yacían por los alrededores ya casi ruinosos para ayudarle en su empeño por salvar la vida. Entre todas golpearon la puerta en su centro. En pocos instantes, y cuando el fuego ya se aproximaba hasta donde ellas se encontraban, la puerta quedó destrozada y pudieron salir a la azotea. Allí al menos podrían respirar hasta que llegase la ayuda.
Y la ayuda llegó. Los bomberos desplegaron sus kilométricas escaleras y alcanzaron la azotea donde las siete mujeres se encontraban acurrucadas, asustadas, pero todavía respirando, todavía vivas. Las descendieron poco a poco y con sumo cuidado hasta la calle. Ellas tuvieron suerte, otras ciento cuarenta y seis dejaron la vida en aquel siniestro que la ciudad de Nueva York nunca pudo olvidar, y Sarah tampoco. 

Pero en el seno de la sociedad neoyorquina, el accidente, que así se publicitó, removió una serie de conciencias que derivó en una mejora en los derechos laborales de todos los trabajadores en Estados Unidos, y una consolidación a nivel internacional de un día que conmemorase aquel desastre y lo que supone a día de hoy como símbolo de lucha para los trabajadores, y en particular para ellas, que por entonces recibían la mitad de salario que un hombre por el mismo trabajo. Muchas de aquellas mujeres, era cierto, habían luchado desde hacía años en la calle por sus derechos y acabaron convirtiéndose en símbolos de la lucha obrera.
Tras despertar de la pesadilla, a menudo llegaba a la memoria de Sarah la última mirada de su compañera y amiga Miriam, antes de saltar hacia su final. Fue su decisión, aunque Sarah siempre pensaba que la lucha no debía circunscribirse solamente a mejorar las condiciones laborales: aquel día había tocado cambiar las pancartas por coraje, frialdad ante el posible final, y fuerza para luchar por evitarlo y preservar lo más importante: la vida.
Ella lo había logrado. Desde entonces siempre miraría al cielo buscando justicia.


          Que nadie las olvide.
          In memoriam.




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jueves, 3 de marzo de 2016

Ilusiones sobre una pared









 Ilusiones sobre una pared



París,  28 de diciembre de 1895

Salon Indien du Grand Café del Boulevard des Capucines





-Estoy muy nerviosa. No sé muy bien lo que nos van a ofrecer hoy aquí –dijo la mujer mientras buscaba acomodo en la sala de aquel gran café parisino.
-Oh, querida, no te preocupes. Se dice que es un gran invento que nos dejará a todos con la boca abierta. Ten paciencia. Nos han invitado por algo.
-Espero que no se trate de algo pecaminoso que ponga en peligro nuestra integridad moral, Georges.
-No te preocupes tanto, Eugènie. Mira, han llegado.




Dos caballeros pulcramente vestidos se acercaron a un aparato de madera sostenido en el aire en un soporte de tres patas también de madera que se encontraba en la parte posterior de la sala, atestada de gente que esperaba aquel estreno como algo, se decía, que podía cambiar el mundo. Se apagaron las luces del local, lo que arrancó una exclamación de todos los concurrentes, que conformaban la flor y nata de la alta sociedad parisina.

En medio de la oscuridad, una sola luz salió en línea recta hacia la pared. Y entonces ocurrió. Una serie de imágenes surgieron milagrosamente dibujadas en aquella pared. Todos exclamaron sorprendidos. Aquello parecía magia. Se trataba de las imágenes en blanco y negro de un grupo de trabajadores saliendo de una fábrica.




-¿Qué son? -preguntó Eugènie que parecía no entender de qué iba todo aquello.
-Son imágenes de personas que están ahí  aunque no están en realidad, pero que sin duda existen en alguna otra parte. Creo que son sus representaciones. Es fascinante.
-Parece como si un daguerrotipo hubiera cobrado vida. ¡Mira, ahora sale un tren! Georges, esto es fabuloso –dijo la joven que comenzaba a comprender.

Una proyección más para terminar. Un señor regaba su jardín, y le pasaba de todo, un chico le pisaba la manguera para interrumpir el trabajo del jardinero, un hombre mayor seguía la misma broma. El jardinero terminaba mojado y mojando a todo el que pasara por allí. La escena arrancó algunas carcajadas del respetable.

A Eugènie se le pasó algo por la cabeza.




-No sé si esto tiene algún sentido, pero te lo voy a contar, querido Georges. En esas imágenes ellos han pactado lo que debe ocurrir. Yo puedo escribir historias que pueden ser igualmente proyectadas en la pared. ¿No conoces a esos señores? ¿Podrías hablar con ellos?

Eugènie no sabía bien lo que acababa de decir. A Georges se le encendió una bombillita. Méliès, que era el apellido del marido de la inspirada joven, dio un respingo. Iba a nacer el cine como forma de ocio y cultura. El cine que cuenta cosas.






Sin saberlo, Eugènie con su idea acababa de plantar en el corazón de un pionero como su marido el germen del cine de ficción.

Y es que algunas ideas que parecen absurdas acaban por cambiar el mundo. Aquel día nacieron las ilusiones de la fábrica de sueños. El nacimiento del cine. Casi nada.




Obreros saliendo de la fábrica:  

 Llegada del tren:

 El regador regado:






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