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miércoles, 29 de junio de 2016

La esperanza de un pueblo





 La esperanza de un pueblo




De niño fue criado entre algodones. Su madre, le dijeron, había muerto en su propio parto, y su padre, el rey, se hallaba inmerso en los problemas de su país, por lo que un grupo de educadores en todo tipo de materias lo llevaron a la edad adulta, casi sin referentes adultos en los que reflejarse.

Su educación se convirtió en asunto prioritario para el estado, pero, de tanto énfasis que pusieron en sus conocimientos, descuidaron otras  facetas, como el amor, la empatía, la simpatía. 

El joven era un ser arisco, antipático, y no sentía ninguna pena por las personas que no tenían apenas para comer. 

Su país era uno de los más pobres del mundo, pero oropeles y honores nunca faltaron en aquella corte.

Por fin, un día se produjo lo que tanto había esperado: la muerte de su padre y su posterior coronación como nuevo rey de aquel lejano país. Las campanas expresaron su alegría en todos los templos sonando sin parar, las gentes mostraban un semblante esperanzado, creían que el nuevo rey se preocuparía por las personas que lo estaban pasando mal, pues hacía poco que habían superado una epidemia que había sumido al pueblo en la muerte y la desolación. Pero… no sabían lo equivocadas que estaban.


Una época de terror se extendió por el reino en apenas unos meses tras la coronación. Las denuncias falsas entre vecinos con el solo propósito de apropiarse de tierras y riquezas ajenas, proliferaron, y la justicia condenaba a muerte o a trabajos forzados a cualquiera que fuese denunciado, sin pruebas, por el solo valor de la sospecha. Promulgó leyes que aumentaban los impuestos hasta límites asfixiantes para el pueblo, se apropió del dinero recaudado sin pudor, y sin pudor mostraba su riqueza, haciendo ostentación de ella en cuanto tenía ocasión. Además prohibió a la gente quejarse de su situación de precariedad, su imagen podía deteriorarse en otros países, así que impuso la ley del silencio. La pillería, la corrupción y las mentiras se convirtieron en moneda corriente en aquel país.

Un día, durante una de las audiencias públicas que todavía se dignaba  a atender, se dio de bruces con un caso que no esperaba. La Guardia Real había detenido a una mujer que trataba por todos los medios de entrar en el Salón del Trono, todo forrado de láminas de oro auténtico. La detuvo cuando ya se encontraba justo enfrente del monarca.

Se trataba de una mujer vestida de negro de la cabeza a los pies, la saya larga, el mandil, la camisa y su pañuelo negro en la cabeza. Podría tener entre cincuenta y cinco y sesenta años.

-¡Majestad, necesito hablar con vos! –exclamó ella, echándose de bruces en el suelo, a los pies del rey.
-Levántate. Lleváosla. No quiero saber nada de las miserias ajenas. No son culpa mía y no puedo hacer nada por arreglarlas.
-¡Mi señor, sois injusto, el pueblo os teme y os odia, no pueden asumir vuestros impuestos, y mal veo que no vivís! –exclamó ella mientras la sacaban en volandas.
-¡Que la ajusticien ahora mismo! ¡No puedo permitir que alguien ose importunarme de esta manera!
-¡Mala fortuna y breve reinado auguro a quien es capaz sin escucharla de matar a su propia madre! –exclamó, lo que puso al joven los pelos de punta.
-¡Esperad! ¿Qué dices, anciana? ¿Mi madre tú? ¡Mi madre murió en el parto de mi nacimiento!
-No es verdad. Tu madre soy yo –aseguró ella tuteando al rey-, pero molestaba a tu padre, que prefería llenar su lecho de jovenzuelas que vivían solo para buscar su fortuna entre brazos reales. Soy la reina sin trono, aquella que fue desterrada solo por haber cometido la torpeza de seguir adelante con tu embarazo. Me lo debes todo. Puedo demostrarlo.

La anciana sacó de debajo de su saya un collar propio de la familia real, una rosa de oro que solo los familiares de los reyes poseían.

-Ah… no sé qué decir –dijo el rey, mientras bajaba el estrado donde se encontraba el trono en dirección a ella.
-Pues no digas nada. Actúa. Limpia el deshonor que mancha el prestigio de esta casa real. Comienza a gobernar para las personas, no solo para ti. Hay una conspiración en marcha para destronarte y matarte después. He venido a avisarte. Nada quiero. Nada para mí, pero sí para mis vecinos. Baja los impuestos, y lo que recaudes úsalo para beneficio de las personas. Estamos ya en el siglo XIX, y hay mejoras que puedes acometer en las ciudades y los pueblos de todo el país, alcantarillado, agua corriente en las casas, alumbrado nocturno para evitar los robos, violaciones y asesinatos durante las noches. Invierte en tu pueblo. Crea un sistema de salud para que todas las personas puedan curarse cuando lo necesiten. Reparte dinero periódicamente y a fondo perdido entre las personas mayores que ya no tienen fuerzas para seguir trabajando, y evitar así que se mueran de hambre. Abre escuelas para que la gente aprenda a leer y escribir, y aumente la cultura de todos, lo que beneficiará al país en su conjunto y ayudará a las personas a vivir mejor, pues podrán optar a mejores trabajos. Después todos te amarán y podrás subir los impuestos si lo deseas, porque la gente podrá pagarlos sin que resulte un problema para ellos. Si haces estas cosas, todas las demás monarquías te admirarán y hablarán bien de ti. Deja de mirar tanto a tu ombligo, y comienza a pensar en los demás a los que gobiernas. Eso te hará grande. Si lo haces la Historia te juzgará con magnanimidad, si omites mi consejo, ella misma te condenará, y no podrás hacer nada por impedirlo. Es ahora cuando puedes evitarlo, después será tarde. Ahora que ya te he dicho lo que venía a decirte, puedes ajusticiarme si lo deseas. No deseo vivir para ver cómo destruyes y dilapidas la herencia que graciosamente has recibido.
-No. No morirás. Llamad a las meninas, que se ocupen de ella. Que la bañen, la vistan y la alimenten. Luego que venga a mí, tenemos mucho de qué hablar.

Algo se le había revuelto en su interior cuando vio a aquella mujer que parecía una vieja pobre y desnutrida, pero en los ojos de la cual había visto su infancia robada, y esa enorme ternura que toda madre destila cuando tiene delante a su hijo mayor convertido en adulto, y además, en rey.

Y es que lo que una madre no consiga, nadie lo hará. Y el rey cambió. Dejó de llamarse rey, para pasar a ser primer ministro. Renunció a sus oropeles e hizo caso al consejo de aquella mujer. La vida del país mejoró, y el hombre fue admirado y aclamado por todos sus habitantes y por los gobernantes de otros países, que tomaron nota.

Lástima que esto solo sea un cuento. Algunos políticos deberían hacer más caso a su madre, a su corazón. Tal vez así quede esperanza para nosotros.






La esperanza de un pueblo de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons





jueves, 23 de junio de 2016

Un talento muy especial




Un talento muy especial



-¡Niño, deja de enredar y sal al campo con el rebaño!

José entornó los ojos cuando recordaba sus difíciles comienzos en aquellos años de guerra de su infancia. Su familia tenía vacas y mientras tanto, los franceses intentaban conquistar la península. Qué comienzos de siglo tan complicados, especialmente para un niño de la Cabrera.


A José lo que de verdad le gustaba era desmontar cosas. Desmontaba cada objeto que veía para ver lo que tenía dentro. Su curiosidad no tenía límites, y a la que se descuidaba cualquiera en el pueblo, ya iba él a desmontar para observar y volver a montarlo todo. Y cuando lo hacía, aquello seguía funcionando, muchas veces mejor de lo que lo hacía antes de su intervención, por lo que los aldeanos en vez de enfadarse con él, se limitaban a asentir con la cabeza, como aprobando la inquietud científica de aquel niño.


Un día se paró el reloj de carillón de la sala de casa, que era herencia familiar. Estaba solo, sus padres estaban trabajando en la huerta. No se lo pensó mucho, fue desmontando cada pieza, y vuelta a montar. El resultado fue espectacular, cuando sus padres regresaron el reloj funcionaba, daba las horas y los cuartos, mejor que cualquier carillón que se preciara en aquella época. Sus padres no se enfadaron con él, al contrario, su padre le entregó un viejo reloj de bolsillo que llevaba años sin funcionar y que había pertenecido a su abuelo. Después de la cena Jose se sentó en la mesa de la cocina y comenzó a desmontarlo. Sus padres le observaban absortos, incrédulos de que su hijo poseyese ese talento para arreglar cosas.

Poco a poco fue montando de nuevo el reloj, hasta que le dio cuerda… y aquello volvió a hacer “tic tac”. El viejo reloj del abuelo recobró vida. Sus padres le agradecieron el esfuerzo y guardaron aquella pequeña reliquia familiar. José siguió cuidando el rebaño de vacas de su padre hasta que se hizo mayor, cuando avatares políticos le enviaron directamente al exilio.

Los años habían pasado y Jose se había establecido en Londres. Pensaba en todas estas cosas mientras escribía una carta a sus padres.

“Queridos padres:

Les escribo esta carta para contarles que me he establecido en Londres y me dedico al negocio de los relojes. Los arreglo, los fabrico nuevos con piezas que he ido guardando a lo largo de los años y por ahora me va bien. Estoy haciendo fortuna: la acogida ha sido extraordinaria, tanta, que he recibido el encargo de terminar la fabricación y puesta en funcionamiento de un gran reloj que presidirá el Parlamento de Londres. Por desgracia el hombre que se encargaba de esos trabajos ha fallecido y se han fijado en mí para acometer y culminar tan importante empresa.

Por lo demás, me he casado con una mujer escocesa y soy muy feliz. Espero que ustedes y mis hermanos se encuentren bien y sean felices también.

El año que viene tengo previsto viajar a Madrid para un encargo del ayuntamiento, aprovecharé entonces para pasar por el pueblo a hacerles una visita.

Nada más, les envío un abrazo y recuerdos para mis hermanos, Dios les guarde a todos.

José”.

El reloj que mencionaba de Londres sería el Big Ben. Y el que acordó construir para la ciudad de Madrid fue el de la Puerta del Sol que cada año marca el final y el comienzo del nuevo año. Lo montó, lo calibró y se lo regaló a la capital de España. Y todavía funciona, con la tecnología de aquellos ya lejanos tiempos.


Todo un personaje, del cual soy orgullosa descendiente.

En la vida de José Rodríguez de Losada casi todo es leyenda, pero este relato trata de ser mi humilde homenaje, solo producto de mi imaginación. Gracias por haber sido tan grande.







Un talento muy especial de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons




viernes, 17 de junio de 2016

El otro camino a Stonehenge





El otro camino a Stonehenge




Estábamos de viaje por el Reino Unido, mi hermana, mi compañero, nuestro hijo y yo. Conocíamos la leyenda de las antiguas piedras de Stonehenge, que básicamente consistía en que no había leyenda. Las teorías sobre su razón de ser eran múltiples, pero ningún erudito se ponía de acuerdo en por qué motivo aquella sociedad antigua erigió ese impresionante monumento. Queríamos ir a visitarlo, a ser posible al amanecer para comprobar lo que se decía del paso de los primeros rayos del sol a través de sus estratégicamente alineados menhires, lo que requería pasar la noche en la región, y para ello nos alojamos en una pensión de un pueblo cercano, a unos dos kilómetros del lugar.


La pensión era bastante lóbrega: la habitación lucía amplios desconchones en la pared, las camas consistían en cuatro literas ataviadas con antiguas colchas de patchwork, el suelo presentaba un aspecto sucio, y amplias grietas se abrían de los muros hacia el techo. No tenía ventana alguna que aliviase el terrible bochorno que nos agobiaba, y eso casi era lo peor de todo, pero, dada la escasa oferta hostelera en la zona, no tuvimos más opción. Se trataba del verano más cálido en Gran Bretaña desde que se efectuaban mediciones. Un gran póster carcomido por los años cubría la pared opuesta a la de la puerta. Poco se veía en él, salvo el propio Stonehenge, en una foto antigua y que había sido manoseada por los años en aquel lugar lúgubre, cargado de humedades y con un aroma un tanto desagradable.


Nos echamos a dormir con la ropa de calle, no confiábamos en la limpieza de las sábanas, y el calor impedía la llegada del sueño. Súbitamente, me levanté de la cama, envuelta en sudor, y los demás hicieron lo mismo. Me preguntaron qué estaba haciendo, y, sin pensarlo demasiado, arranqué el póster de la pared. Lo que vimos nos dejó atónitos: una puerta de salida daba a un campo oscuro cruzado por un camino que salía justo delante de nosotros, y, si mirábamos a través de ella apenas asomando, podíamos ver que otras personas hacían lo propio: mirar perplejos los otros muchos caminos que cruzaban el campo oscuro pero fuertemente iluminado por una luna llena y oronda. Había cientos de personas asomadas en las respectivas habitaciones de hostales súbitamente salidos de la nada y que nos observábamos los unos a los otros, y ello contradecía lo que pensábamos sobre la escasez de alojamiento en el pueblo.


Una vez superado el primer susto, salimos de allí, y las otras personas hicieron lo mismo.  Tomamos el camino trazado, y al cabo de un rato nos llevó a una puerta abierta de una nave industrial. La cruzamos ¿qué podía pasar? Lo que vimos nos alegró el espíritu: se trataba de una brewery, una fábrica de cerveza, con sus enormes barriles metálicos de miles de litros de nuestra bebida favorita. Nos adentramos en ella, nadie salió a recibirnos dada la tardía hora, y vimos que varios caños nos invitaban a catarla, y no nos negamos, el calor era asfixiante y una pinta fresca nos ayudaría a sobrellevarlo.

Después recorrimos en línea recta el lugar que parecía no terminarse nunca, allí había más cerveza de la que nunca podríamos soñar, y, cuando ya parecíamos estar en medio de un bucle, una puerta apareció ante nosotros. La abrimos, y entonces cientos de personas más hicieron lo propio, cada grupo de ellas saliendo de su propia brewery


De nuevo el estupor al volvernos a encontrar, pero al mirar hacia el fondo del campo, pudimos vislumbrar las oscuras siluetas de Stonehenge, hieráticas en medio de la potente luz de la luna. Entonces entendimos. Era una carrera entre grupos de gente, los que más se hubiesen entretenido bebiendo, no podrían llegar a tiempo y se quedarían fuera. Emprendimos la carrera casi sin tomar aliento en dirección a los menhires, que tardaban en materializarse. El miedo se instaló en mi cabeza, pues una nube ocultó la luna y la noche en el campo abierto siempre produjo ese efecto en mí. El campo se ondulaba ante nuestros ojos y ello dificultaba el acercamiento: se oían gritos de gente con esguinces, caídas, hasta que, transcurridos unos minutos corriendo que parecieron días, una llanura se abrió definitivamente ante nosotros.


Habíamos llegado. Fuimos los primeros en hacerlo, y tuvimos premio: la luz de la aurora atravesó las piedras y dio de lleno en nuestros corazones. Sentí algo en mi interior que todavía hoy pervive: cambié el miedo por valentía. Cada paso dado en medio de la oscuridad había sucedido para llegar a aquel momento lejos de la masificación turística: lo imponente de aquella alineación sin explicación nos llenó lo suficiente como para olvidar el extraño camino recorrido, y sentarnos plácidamente a tomar los primeros rayos del sol que habían traído a nuestra vida, por fin, frescura.










El otro camino a Stonehenge de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons











viernes, 10 de junio de 2016

Diamantes y cantos rodados




Diamantes y cantos rodados




El hombre había destacado siempre por su chulería. Había trabajado en una gran empresa y eso había sido motivo suficiente como para mirar por encima del hombro a todo el que no hubiese seguido una trayectoria laboral parecida a la suya. Su personalidad respondía a esa clase de personas que daban una imagen progresista y luego en la intimidad pensaban todo lo contrario: que había que salvaguardar las costumbres milenarias que habían moldeado el carácter de su pueblo. Sin embargo, en cualquier sociedad, hasta los miembros más soberbios experimentan la necesidad de relacionarse con personas de extracción social más baja. Eso él lo asumía con asco y desprecio como un mal menor, porque era consciente de que no todo el mundo era un personaje tan especial como él. Receptor de un sueldo abundante, vestido a la última, que conducía el mejor coche, y que vivía en un chalet solo permitido a familias que ingresaban tres sueldos altos, él era el paradigma del hombre de mediana edad soltero y triunfador. Socialmente no era igualmente tan querido, la gente no era tan necia como él pensaba y su toxicidad era de todos conocida.

Representaba el paradigma del triunfador soberbio.
Un día tomó a su perro, uno de esos grandes y musculosos que se decía procedían de laboratorio, a la sazón uno de los pocos seres sobre la Tierra que toleraban su actitud, y lo subió al coche para ir a visitar una zona de la provincia desconocida para ambos, en la España profunda. Se trataba de ver sus rincones típicos y degustar su gastronomía, lo hacían a menudo. Circulaban por una carretera secundaria a su paso por uno de esos pequeños pueblos del noroeste con una estética que te trasladaba a otros tiempos, cuando este se salió de la calzada. El hombre era incapaz de guardar el móvil mientras conducía. Tenía que mirarlo si alguien le llamaba o le enviaba un mensaje. Eso le había perdido. No pensó en el ser que le acompañaba. No pensó, sencillamente. El cochazo rojo se salió y se estrelló contra una casa. Una casa de pueblo, de piedra, construida con irregulares y grandes cantos rodados, las ventanas de madera vieja, desconchada la pintura verde de sus contras. Su tejado mostraba hileras de gruesas tejas de pizarra desgastadas por la abundante humedad de la zona, cubiertas de musgo y moho añejo y que llevaban allí tanto tiempo que nadie recordaba el nombre del teitador.

El ruido asustó al único habitante de la casa, un anciano que vivía en aquel lugar alejado del pueblo. Salió y se encontró con un panorama desolador: un coche había impactado contra la fachada de su casa. Los desperfectos de la pared eran lo de menos. El coche se había quedado literalmente sin morro delantero, que se aplastaba sobre la vieja construcción. El can se encontraba bien, salió por la ventana trasera, que siempre iba abierta para que el perro fuese cómodo atrás. Pero el hombre no lo estaba. Se encontraba tendido a horcajadas sobre el volante, sin sentido. Sangraba profusamente.
Cuando despertó, el hombre se encontraba tendido en una cama en una habitación desconocida, oscura, sin más muebles que la cama, una mesita de noche, un armario grande y robusto de estilo castellano, una mesa y una silla. Trató de incorporarse, pero un intenso dolor de cabeza se presentó de repente y su reacción fue dejarse caer sobre la almohada. La habitación era antigua. Las paredes estaban construidas de piedra irregular y los techos eran de madera envejecida por el paso de los años. Vigas enormes y casi negras cruzaban aquella habitación. Nada que ver con su extraordinario chalet tipo loft, de estética minimalista, sus cuadros modernistas, su luz blanca y abundante, su equipación con las últimas tecnologías. Aquello inspiraba a siglos pasados, viejas con pañuelo negro en la cabeza, rosarios y jaculatorias, velas por toda luz y una lareira en el suelo como toda cocina. Un cuadro con la foto de un señor con aspecto mortecino y que llevaba sotana presidía la sala. Al hombre se le pusieron los pelos de punta.

-¿Dónde estoy…? –preguntó al anciano que se acercó al comprobar que el hombre volvía en sí.
-En mi casa. Ha tenido usted un accidente. No se preocupe, su perro está bien. Está fuera, con el mío. Es un perro impresionante.
-Ya. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
-Dos meses. Ha tardado mucho en recuperar el conocimiento.
-¿Dos meses? ¿Dos meses aquí? ¿Por qué no llamó a un hospital? Allí se habrían puesto en contacto con mi familia.
-No tengo teléfono. Nunca lo he tenido, ni lo necesito, ni lo quiero –dijo el anciano. -De hecho no tengo televisión, ni ordenador, ni nada que se le parezca. Aquí cuando cae la noche juego a las cartas, rezo o leo. Leo mucho.
-Esa es una opción muy loable, pero yo necesito ponerme en contacto con mi familia y mis amigos. Deben estar muy preocupados.
-También voy todos los días al bar del pueblo, que está a una hora caminando, a leer la prensa,  y su caso no se conoce. Nadie le busca.
-¡Pero no puede ser! ¿Y en el pueblo hay teléfono?
-Sí. Pero no está usted en condiciones de andar una hora para ir a llamar. No puede.
-¡Pues mire en el coche, tiene que estar allí mi teléfono móvil!
-Si se refiere usted a esta cosa plana que encontré tirado en el suelo, tenga.
-Démelo. Buff, no tiene carga. ¿Puede conectarlo a algún enchufe con un cable que hay en la guantera del coche?
-No tengo luz eléctrica en casa, me la cortaron porque no podía pagarla. Fue cuando decidí quitar todo lo eléctrico y volver al siglo XIX, lo lamento.
-Estoy… ¿aislado?
-Está en otro mundo, señor. Su coche destrozó la fachada de mi casa. He ido retirando los trozos para arreglarla. Ahora mismo no parece que haya pasado nada. Ha quedado muy bien. Yo fui albañil en mi juventud,  ¿sabe?
-¿Los… trozos? ¿Mi coche ha quedado en trozos? ¡Querría verlo!
-No se levante, se mareará. Descanse. Verá lo que quedó cuando mejore su estado. Coma un poco. Los estofados de carne de conejo que cazo a diario son la mejor medicina. Las hortalizas las cultivo yo mismo, sin veneno.
-¿Y cómo no avisó en el pueblo del accidente a la Guardia Civil? ¡Dice que va cada día para leer la prensa! ¿Por qué no lo hizo?
-Por no molestarles. Usted no estaba muerto, solo era el dueño de un coche roto. Piense, solo piense, que las cosas que pasan siempre pasan por alguna razón.
-¡Pero soy un personaje prominente de mi ciudad!
-Pues su prominencia no hará que mejore, mis cuidados sí. He traído a su perro para que le haga compañía mientras salgo a la huerta, ha estado a su lado todo el tiempo. Le dejo comida y bebida abundantes en esa bandeja. Coma. Volveré al anochecer, traeré carne fresca.
-¡Golfo… perrito, te encuentras bien! ¡Oiga! Sabe que no puedo andar… ¡Tráigame la bandeja, hombre!
Pero el anciano ya no podía oírle, se había marchado. El hombre trató de levantarse para reponer fuerzas, pero no podía. La bandeja se encontraba a tres metros sobre una mesa, pero hasta esa le parecía una distancia difícil de cubrir. Se dejó caer sobre la cama de nuevo, mareado y vencido por el hambre. Se dio cuenta de algo que le horrorizó: sus piernas no respondían a sus deseos de levantarse… ¿se habría quedado parapléjico?
De repente una idea le surgió de la cabeza. ¿Estaba pagando por tantos años de arrogancia? ¿Por tantas veces que juzgó sin conocer y tantas otras que desdeñó a alguien porque no poseía tanto como él? ¿El karma existe? Gritó, pero nadie le oía. No podía moverse, no alcanzaba la bandeja de comida, y sentía hambre.
Hizo examen de la situación, y la conclusión era que tendría que adaptarse a su nueva situación hasta que pudiese acercarse un día al pueblo y poder efectuar esa llamada que le devolvería su vida.
Pero… el final de esta historia no es la deseada por nuestro hombre. Sucedió que el anciano fue atacado por un oso aquella tarde, cuando trabada de cazar un conejo para la comida del día siguiente. Nunca regresó. El viejo cayó en una profunda sima ya sin vida. Nunca buscaron su cuerpo, pues en el pueblo dieron por hecho que se había retirado a su cueva de verano perdida en la montaña, como cada año hasta que aflojaba el calor.
Cuando llegaron los fríos hacia principios de diciembre y el anciano no se dejaba ver por el pueblo, entonces se dio la voz de alarma. Y lo que vieron en su casa les dejó sin aliento: en el interior, unos pocos restos de un hombre yacían sobre el suelo, se ve que había intentado reptar por el suelo para llegar a la bandeja sin conseguirlo y tras meses de reptar por el suelo de la casa buscando algo comestible a su alcance, habría muerto de inanición. Cerrada la puerta por fuera, sus restos habrían sido presuntamente devorados por un perro enorme que también yacía muerto en el suelo de la sala principal, vencido por el hambre. Dado el estado de lo poco que quedaba del cuerpo, no pudieron determinar ni siquiera la identidad del fallecido, dieron por sentado que se trataba del anciano.
Sin una persona corriente que le asistiese, al individuo especial se le habían acabado los argumentos. Quién le iba a decir que moriría de hambre. A él, que tanto había tenido, gozado, derrochado.
Los habitantes del pueblo creyeron que se trataba de un caso de muerte natural, y procedieron a organizar su funeral. Lo poco que quedaba de su cuerpo fue enterrado en el pequeño cementerio del pueblo, con el nombre del anciano y al lado de su mujer, que llevaba más de medio siglo ocupando aquella sepultura. Una cruz de hierro oxidada presidió desde entonces su lugar de reposo. Del soberbio nunca se supo en el pueblo. En la ciudad nadie lo echó de menos, las relaciones con su familia eran nulas desde hacía años, y su empresa optó por despedirlo al no poder ponerse en contacto con él durante meses.


Pero había sido fiel a sus principios: murió sin necesitar dar las gracias al anciano de mentalidad arcaica por sus cuidados cuando yacía sin conocimiento. A fin de cuentas lo había dejado tirado, literalmente. Y todo con la colaboración de un presunto ser inferior: un oso. El único final no previsto. Vivió entre diamantes y murió entre cantos rodados. Esperaba un panteón de lujo para preservar su memoria, y solo una cruz desvencijada ocultaba pistas sobre su paradero.
Círculo cerrado. Círculo perfecto.




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