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jueves, 26 de mayo de 2016

El hipócrita




 El hipócrita


El hombre tomó la mano de su madre, que languidecía en una cama de hospital. Le habían diagnosticado un cáncer que la había ido carcomiendo por dentro, hasta haberla conducido a ese momento, el que todos temían y nadie quería. La mujer, de setenta nueve años de edad respondía a la mano de su hijo con dificultad, apenas podía asirla, las fuerzas eran ya mínimas. La esperanza había expirado días antes, cuando el médico había reunido a la familia para decirle que a su madre, la mujer más importante de la familia, le quedaban dos semanas de vida siendo optimistas, las últimas pruebas que le realizaron no dejaban lugar a dudas.
Una soleada mañana, la madre, que permanecía consciente, tuvo unos momentos de inusitada lucidez, que a su hijo sorprendió.
-Me voy con papá, hijo. Lo he visto esta mañana y me ha dicho que si quiero me voy hoy mismo con él. Qué tranquila me he quedado al verlo.
-¿Has… visto a papá? Hace ocho años que murió, mamá. No digas esas cosas.
-Por eso te lo cuento, para que estés tranquilo tú también. Se presentó ante mí con un aspecto como de treinta años, qué joven y qué maravilla, qué pelazo largo tenía, estaba guapísimo, Javier. Estoy deseando abrazarlo. Fueron cinco décadas largas las que pasamos juntos y lo he extrañado mucho.
-Bueno, me alegro si eso te ayuda a llevarlo mejor.
-Y a ti, y a toda la familia os ayudará, seguro. Pero yo quería hablar contigo para decirte que me siento muy orgullosa de ti, hijo. Eres de los pocos políticos que no han robado a los ciudadanos. Cada vez que veía un noticiario me ponía mala pensando que tú podrías estar metido en chanchullos parecidos y acabar en prisión, pero no. Tú eres íntegro, lo has demostrado. Te quiero muchísimo, hijo.
Javier bajó los ojos, contrito. Su madre estaba apunto de dejarle para irse hacia las sombras creyendo en su honestidad, pero él sabía que tal virtud no le adornaba en absoluto, que había un proceso en marcha y que su nombre iba a salir en cualquier momento para vergüenza de la familia, que había creído en él incondicionalmente. Fue cuando agradeció la situación: no quería que su madre lo viera salir del hospital hacia los juzgados, que era exactamente lo que iba a hacer, pues tenía cita con el juez en unas horas.
-Me voy sabiendo que hice un buen trabajo contigo. Ha merecido la pena tanto sacrificio para que fueras a la universidad. Qué buena cosa es que los hijos de los trabajadores puedan estudiar como tú hiciste.
Javier bajó de nuevo la cabeza. Aquello parecía una pesadilla. Apenas seis meses antes, Javier había votado en el Congreso a favor de la subida de tasas universitarias que precisamente impediría que la mayoría de hijos de trabajadores accedieran a la universidad, y que otros miles tuvieran que abandonar sus estudios por no poder pagarlas.
-¡Mira hijo, es tu padre! –exclamó la anciana mirando hacia un punto fijo de la blanca pared, en la cual no se veía a nadie-. ¡Ha regresado a por mí! Qué sed me ha entrado de pronto… ¿podrías traerme un vaso de agua?
-Claro mamá, enseguida vuelvo.
Javier se levantó de la silla de acompañante de la habitación individual de aquel famoso hospital privado. Se dirigió a la máquina de agua y refrescos del pasillo. Metió una moneda y sacó un botellín de agua. Regresó a la habitación, pero cuando lo hizo y abrió la botella de agua para echarla en el vaso, se percató de algo: su madre ya no necesitaba el agua.
Había fallecido.
Y lo había hecho creyendo que su hijo era un héroe de la política en un momento en que la corrupción era moneda corriente y muchos de los políticos solían acabar en prisión.
Javier comprendió y se sentó a lado de ella tomándole de la mano, rompiendo a llorar desconsolado.
Él era un sinvergüenza, un psicópata de tantos metido en política exclusivamente para hacerse rico, y que había sido lo bastante hábil como para tener engañada a su propia madre durante años. Su madre murió creyéndole honrado. Pobre mujer, mejor para ella irse sin conocer la verdad. En ese momento la empatía regresó al corazón de Javier, que no podía dejar de mirarla, abochornado. Podía engañar a millones de ciudadanos, pero nunca a su propia madre, que merced a sus creencias, desde entonces lo vería actuar desde el otro lado y conocería su miserable verdad: que no había hecho un buen trabajo con él y que más le habría valido haber abortado cuando tuvo ocasión, pues su hijo robaba dinero del estado y legislaba para hundir a los humildes y proteger a otros ladrones de la política como él. Su hijo contribuía a hacer de este mundo un lugar peor para vivir.
Pero la verdad es tozuda y le esperaba apenas dos horas después. En el juzgado. Bajada de ojos. Lágrimas. Nunca suficientes.



El hipócrita de Susana Villar está subjecta a una licència de Reconoixement 4.0 Internacional de Creative Commons







viernes, 20 de mayo de 2016

La paciencia del sediento





 La paciencia del sediento


Tanto tiempo vagando por una tierra inhóspita, el sol clavado en el cielo, asustando a las nubes para que no le oculten a nuestros ojos, ninguna vegetación, tierra marrón, seca, enormes extensiones de campo baldío, árido, pedregoso a veces, inabarcable con la vista. Te podrías perder en él a los cinco minutos de llegar. Sin agua. Sin animales para aplacar nuestro apetito. Andar y andar de noche, dormir de día, montar las tiendas, desmontarlas al anochecer y plegarlo todo. Y andar, andar, horas y horas bajo la noche sombría. 
Las estrellas nos guían y alumbran nuestros ciegos pasos. Bestias se ocultan bajo los granos de arena. Serpientes. De las que te ven y se ponen de pie, mirándote desafiantes. Te miran, te examinan, te tantean para ver cuáles son tus intenciones. Si te mueves estás perdido. Si te quedas quieto, llega un momento en que al dejar de verte como una amenaza, pero no corresponder con sus gustos gastronómicos, vuelven grupas y se van.
Y tras ese susto, esperando el siguiente. Tormentas. No de agua truenos relámpagos, claro, sino de arena. Paredes de mucha altura que se lo comen todo a su paso. Si te alcanza una de esas, igualmente estás perdido. Su fuerza es tal que te absorbe, te obliga a girar, te lanza, te desplaza para caer en cualquier sitio, y el resultado es que puede hurtarte la vida, sin timideces u otras consideraciones: ante una tormenta de arena no sobreviven privilegios, solo casas bien construidas. Son los tornados del vacío. Eolo colérico, Ra mirando hacia otro lado.
Sin embargo, tiene algo el desierto que hechiza. Mires por donde mires, ves la nada o tal vez el todo que le espera a la Tierra en un futuro cercano. Planetas inhóspitos que nunca veremos, pero que sin duda se parecen a esta inmensidad de obstinada sequedad. Aridez, pero vida, mucha vida oculta bajo los interminables pedregales. Y qué decir de esas imágenes que se proyectan en el horizonte pero a las que nunca llegamos por más que apuremos el paso. Suelen representar promesas de agua abundante y vegetación con frescos frutos que aplacarían la sed de la multitud que hoy somos. La mente utiliza el desierto para proyectar sus deseos, que aquí se resumen en tres: agua, comida, descanso.
La amiga que me acompaña desde hace tiempo no puede más. Había sido una jornada muy dura entre piedras, el viento no paró de frenar la marcha pues pegaba de frente en medio de la noche. La aurora se plantó ante nuestra vista de la forma más inesperada, aunque deseada, pues por fin podríamos descansar unas horas. La muchedumbre reclama aplacar sus necesidades. Yo tampoco puedo más. Llevo la lengua pegada al paladar, y el agua que cargamos en vasijas escasea y debe racionarse. Ella se cae de cansancio y debilidad.
-No llores, pequeña. Ya estamos llegando –dijo el anciano que caminaba trabajosamente apoyado en su viejo cayado mientras oteaba el horizonte con sus ojos expertos.
-¡No! ¡No estamos llegando! ¡Llevamos casi cuarenta años llegando! ¡Y no me llames pequeña, que estoy con la menopausia, Moisés, joder!
Cuarenta años atravesando desiertos. Eso es viajar. Lo demás son tonterías.
¿Podríamos nosotros hoy emprender un viaje semejante? Algo sí tenemos en común con ellos: el agua sigue siendo el mayor de los tesoros y la desertización una amenaza que se extiende poco a poco hasta engullirnos. Preparémonos para apreciar al menos la belleza del escenario que se acerca. Ya viene.




La paciencia del sediento de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons






jueves, 12 de mayo de 2016

Da capo





Da capo



-¡Shiss, hija! Cállate -susurró la joven madre-. Ya viene.

La madre puso su mano sobre la boca de su hija. Estaban vivas de  milagro. Un virus extraño producido por la presencia excesiva de  químicos en los productos de consumo generalizado, se había apoderado de los ciudadanos de sexo masculino entre los veinte y los sesenta años, mientras duraba su plenitud procreadora, y, tras una transformación absolutamente espeluznante, el nuevo monstruo de cada casa comenzaba a matar a cualquiera que se cruzase en su camino.

  
Ninguno de ellos mataba con sus manos, eran monstruos nacidos de la tecnología, les gustaba valerse de motosierras, armas automáticas, batidoras a pilas, todo tipo de herramientas o cualquier cosa que hiciese ruido y pudiese a la vez matar... eso hasta que culminaba su conversión que duraba una hora y durante la cual perdían los dedos para ganar pezuñas... y entonces ya solo valían zarpazos y mordiscos.

Rugían vestidos de marca porque ese era el aspecto que tenían cuando les llegó el primer brote, afectaba más a gente adinerada. Y con un ataque era suficiente. Babeaban como bulldogs, manchándose sus caros trajes que reventarían cuando su anchura de torso creciese. Y ese sería su aspecto hasta que les llegase la muerte, el de felinos gigantes harapientos, desenlace que sucedería indefectiblemente a las tres horas del brote. Podían correr, pensar, razonar, porque en la práctica seguían vivos, pero sin reconocer a ninguno de los suyos, ni familiares, ni amigos, ni meros conocidos, ni demás figurantes de la vía y lugares públicos, identificándolos a todos como enemigos a batir. Víctimas de brotes psicóticos. Condenados a matar y a morir. Nada que perder. Los soldados perfectos.



Shania temblaba. Era un lunes, llovía a cántaros y había que levantarse para ir al colegio. Se levantó bostezando. Bajó a la cocina para desayunar. Su madre hacía tortitas y su hermana pucheros mientras daba pequeños mordisquitos a una tostada con mantequilla y mermelada, pero el sueño la vencía. De repente la pequeña miró hacia el pasillo y vio a su padre entrando y saliendo del gran salón, agarrándose a él mismo por la pechera, como convulsionando. Dio grandes voces, pero esa voz no era la de su padre: rugía. Y su rostro se fue contrayendo, surcado de nuevas arrugas que de pronto se tatuaron en su piel a fuego. Y fuego era lo que parecía que el hombre sentía.  Un pelo abundante, largo y rubio cubrió poco a poco cada centímetro de su piel. Rugía como alimaña que huye de cazador impenitente.

Su padre, vestido impecable para ir a la oficina, sufría terriblemente ante los ojos asustados de sus hijas.


La pequeña Caroline de seis años emitió un gritito, huyó por la puerta de la cocina y se perdió en el bosque que rodeaba la casa.

Sin embargo, la madre y la otra niña mayor no lo vieron entrar en la cocina, y cuando quisieron acordar, el hombre irrumpió en la sagrada estancia blandiendo una desbrozadora a batería, la corbata ladeada, la boca rezumando babas.

Las dos salieron corriendo de  la casa por la puerta de servicio desde la cocina misma, metiéndose en su refugio secreto en la parte de atrás de la casa, lugar que solo conocían la madre y las niñas.

Da capo.

-¡Shiss, hija! Cállate -susurró la joven madre-. Ya viene.

La niña se serenó, pero su pánico regresó en cuanto vio las suelas de los zapatos de su padre a través de la luz de una rendija de la puerta que las cobijaba. Sonaba a ruido de sierra mecánica. Shania se tapó la boca con las manos apretando muy fuerte. No podían permitirse ni un solo estornudo, eso podría darle pistas de su escondrijo. Y eso era justo lo que no necesitaban.


La máquina se cayó al suelo, y dejó de sonar. El hombre se alejó de la puerta oculta por un lecho de hojas secas. Ellas salvaron la vida.

Qué suerte que los hombres nunca ven lo que tienen delante.

Ya solo faltaba Caroline.

La encontraron agachada, acariciando al cuerpo de un león que yacía sin vida. Sin duda habían pasado las tres horas de rigor, la niña había sido afortunada, aunque siempre les quedaría la duda de si el león habría reconocido y respetado a su hija. Solo la niña sabía el tiempo que estuvo con él, y ella nunca quiso hablar del asunto.

Tras el suceso, la madre se reunió con sus hijas, mirando como se llevaban al que una vez había sido su marido... un león de enormes dimensiones, porteado por varias personas, tal era la envergadura de su marido una vez convertido. 


Había llegado la hora de viajar al búnquer de casa de su madre, a mil kilómetros. La vida de tres personas solo puede salvarse haciendo pleno una vez, no iba a arriesgar más la vida de sus hijas.


Empezarían de cero, desde el principio, da capo...

Aunque esto es una ficción, el mensaje va para los científicos pagados por gobiernos o por empresas: cuidado con lo que fabricáis en vuestros  laboratorios, podríais ser los que iniciéis el principio del fin de todo y de todos. El mundo apela a vuestra responsabilidad.






Da capo de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons






lunes, 2 de mayo de 2016

¡Nuevo libro!

¡Nuevo libro en papel!


EN RECUERDO DE LA TIERRA.

En un futuro próximo, en el planeta Tierra se producen revueltas generalizadas por la orden de implantar un chip cerebral que convierte a los seres humanos en esclavos del poder. En ese escenario de violencia y futuro incierto, Santos y Silvia acaban de mudarse a un piso en un barrio aislado y peculiar de una ciudad española, Ponferrada, para iniciar su vida en común, aunque en ese edificio se van a producir desgraciados acontecimientos que les cambiarán la vida. Mientras los poderes en la sombra deciden si completan o no la secuencia nuclear para acabar con todo, científicos descubren la manera de viajar en el espacio de forma inocua e instantánea utilizando la teoría de cuerdas, a la vez que un lejano planeta llamado Estelande servirá de vía de escape a la catástrofe que se avecina. Animales y extraterrestres tendrán un papel inusitado en esta historia. Una distopía que describe la posible hecatombe a la cual es muy posible nos enfrentemos algún día.

 

Se trata de una distopía, una historia que se desarrolla entre Ponferrada y un planeta situado a medio millón de años luz en un contexto histórico en el que las revueltas en todo el mundo están a la orden del día. Hay una hecatombe mundial y unas personas que deciden aprovechar el desarrollo de la teoría de cuerdas para poder teletransportarse y así una nueva sociedad más justa y que no necesita el dinero para desarrollarse acaba de nacer. ¿Extraterrestres? Sí, aunque sus intenciones nada tiene que ver con lo que imaginamos. ¿Cómo reaccionaríamos si algún día llegasen a producirse estos acontecimientos? Para bien o para mal, debemos estar preparados. Una historia para valientes. 

Para adquirirlo, pinchad aquí:


¡Ah, y no os olvidéis de reseñar el libro si os ha gustado! ¡Gracias!







jueves, 28 de abril de 2016

La dama de la lámpara



La dama de la lámpara



-No, hija. No lo permitiré. No nos dejarás en vergüenza. Ninguna mujer de nuestra posición estudia, y menos para trabajar después, al contrario, la gente trabaja para nosotros y no al revés.
La madre de Florence se enfureció. Definitivamente su hija se había vuelto loca. En el siglo XIX ninguna mujer había solicitado a sus padres semejante cosa.
-Pero madre… he sentido la llamada de Dios, y me pide que me dedique a lo que te he dicho.
-¡No admiten mujeres en la escuela de enfermería! ¿Es que no lo sabes?
-Pues yo seré la primera. Y asistiré a las clases aunque tenga que vestirme de hombre para lograrlo. Me pondré ropa de padre si es menester.
-No. Antes te quito de en medio, te mando con tu hermana a su casa de campo y te hago encerrar, fíjate lo que te digo. No irás a esa escuela. Te hemos educado para ser esposa y madre con alguien de tu misma posicion social, que es lo que te corresponde. Nadie en nuestro círculo entendería otra cosa.
-Madre, por lo menos escúchame. He viajado. He visto las condiciones en que están muchos hospitales y creo que tengo la clave para mejorarlos. Puedo salvar vidas.
-¿Tú? ¿Y qué puedes aportar tú a la medicina que no sepan nuestros muy reputados y bien preparados médicos?

-Pues, entre otras cosas, un detalle que ellos no tienen en cuenta precisamente por no ser mujeres. He observado que en las casas más limpias no suelen desarrollarse ciertas enfermedades. Eso mismo es lo que quiero aplicar en los hospitales, especialmente en los hospitales de campaña. La desinfección es fundamental. Yo lo creo así. Muchos chicos heridos en la guerra podrán regresar a casa a pesar de sus heridas.
-¡No! No me convences. Te vas al campo con tu hermana.
-No has entendido nada, madre. No te estoy pidiendo permiso para estudiar y ayudar con mis conocimientos. Solo te lo estoy anunciando. La decisión está tomada y nadie me lo impedirá, ni siquiera tú.
Afortunadamente la joven Florence Nightingale no hizo caso a su madre y finalmente se salió con la suya. Estudió enfermería y enseguida se puso a trabajar, fue la primera mujer que oficialmente ocupó su tiempo en el noble oficio de curar. Mejoró las condiciones de salubridad de los hospitales, los rediseñó para luchar contra los gérmenes, lo que salvó muchas vidas, y utilizó su dulzura para animar a los enfermos a curarse, manejando la psicología para colaborar en el restablecimiento de los enfermos. Pensaba que la recuperación comenzaba en la salubridad de los hospitales, pero también en la cabeza de los aquejados por la enfermedad. Se especializó en enfermería de campaña tras su estancia en la guerra de Crimea. Impulsó la enfermería como profesión y modernizó sus bases.
Desde entonces miles de mujeres siguieron su ejemplo.

Ella recorría cada noche las estancias de los hospitales en que trabajaba, efectuaba su ronda nocturna portando un candil, y desde entonces todos la conocían como “la dama de la lámpara”.
A veces ser rebelde supone un gran avance para la humanidad. El mundo se congratula de la existencia de rebeldes como ella. Que cunda el ejemplo.



La dama de la lámpara de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons




 

jueves, 21 de abril de 2016

Sheridan de Attawapiskat (Una realidad incómoda)




Sheridan de Attawapiskat
(Una realidad incómoda)






-¡Shery, Shery, no! ¿Por qué? –La madre de la niña lloraba por la decisión de su hija.

-Nosotros vivimos mal. Somos una comunidad indígena del norte de Canadá, en Ontario, a 1600kms de Toronto –dijo el jefe de la reserva al periodista que se acercó al pueblo ante la noticia del suicidio de Sheridan-. Aquí el paro es del 70%. Mira cómo vivimos, en barracas, en remolques, en tiendas de campaña. No tenemos calefacción, ni agua corriente, ni luz. Los que no desean suicidarse se mueren de frío. Los demás beben en demasía y toman drogas para sobrellevar esta realidad tan dura. En invierno el pueblo queda aislado y solo se puede llegar volando.

-¿Cree que los diferentes gobiernos pecan de racismo hacia ustedes?

-No solo lo creo, lo afirmo, para vergüenza de un país que vive en la opulencia, pero que deja morir a sus indígenas. Sin embargo, a solo 90 kilómetros hay riqueza. Una mina de diamantes cuyos beneficios no se perciben aquí. Son recursos de la tierra que alguien decide llevarse sin dejar su impronta en la población en la que se encuentran. Los servicios públicos son mínimos, la educación menos que eso. Pero los niños siguen naciendo a pesar de todo, y la desesperación es tal, que cuando van creciendo y tomando conciencia de esta realidad tan descorazonadora, una sola idea les atenaza: la del suicidio. Se ha registrado varios intentos de suicidio colectivo, pero para las autoridades todo ello se queda en mera anécdota de barra de bar.

-¿Nada ha cambiado en los últimos 100 años?

-Nada. Parece que para nosotros solo la muerte es la solución. Por eso tenemos tan alta la tasa de intentos de suicidio. Es lo único floreciente en esta bendita tierra.

Como decía, una madre lloraba desconsolada. Su hija se había quitado la vida. Tenía 13 años. Era el mes de octubre de 2015.

Cuando concluyeron las exequias, se celebró una reunión urgente del jefe de la reserva y sus colaboradores. De ella salió una carta extrapolable a la situación general de las reservas indígenas en América del Norte, que el periodista se llevó para publicar en su periódico:

“Soñábamos con vivir en libertad, pero vosotros habéis llegado para evitarlo. Nos habéis robado la tierra, os lleváis nuestros recursos mientras el pueblo languidece y solo piensa en una solución como posible: el suicidio. Esa es nuestra realidad. Nuestros niños se quitan la vida, y los que no lo consiguen lo intentan hasta lograrlo. Queréis nuestro exterminio y no os falta mucho para conseguirlo, apenas quedamos un par de miles para dejar testimonio de vuestras verdaderas intenciones. Sin recursos, sin educación, sin la tierra que nos legaron nuestros antepasados, no hay esperanza para nosotros. No tenemos nada que agradeceros”.

El periodista se marchó, y escribió un artículo que removió conciencias y arrancó lágrimas. Decía, entre otras cosas, que más de cien personas han intentado quitarse la vida en los últimos tiempos en Attawapiskat. En Canadá, país que desde Europa vemos como símbolo de paz y prosperidad, hay gente muriendo de desesperación.

Dedicado a Sheridan, la pequeña cuya esperanza se diluyó en la nada, para vergüenza de políticos cuya ineficacia e inacción son directamente culpables de la tragedia de esta niña y de su pueblo. 






Sheridan de Attawapiskat  (Una realidad incómoda) de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons







jueves, 14 de abril de 2016

Solo para valientes


Solo para valientes


Las dos, madre e hija dormían profunda y tranquilamente en su dormitorio del piso de arriba. Desde que sus padres se habían separado, Emily no podía dormir sola, así que siempre compartía cama con su madre, a pesar de tener ya dieciséis años. La separación había resultado traumática, pero habían transcurrido ya tres años y lo estaban superando. Solo quedaba conseguir que Emily accediese a dormir en su propia habitación, aunque en aquella casa la opción era hacerlo en el sofá cama de la salita.

Después del divorcio, su madre había decidido mudarse a otra ciudad, a vivir en una casa en medio del campo, rodeadas de naturaleza. Un bosque se extendía por la parte de atrás de la casa, una enorme pradera por delante rematada en un arroyuelo que dispensaba al lugar un encanto especial, las montañas nevadas al fondo. Abundaban las casas, pero se hallaban desperdigadas por toda la zona, sin apelotonarse en torno a calles asfaltadas. La localidad a la que pertenecía aquella zona rural se encontraba a seis kilómetros, por lo que los inconvenientes de las ciudades no se dejaban sentir en aquellas latitudes.
Como decía, las mujeres dormían. De pronto y en medio de la oscuridad, se escuchó un estruendo colosal y seco, lo justo para interrumpirles el sueño. La casa comenzó a temblar, la cama se movía. Las mujeres se despertaron sobresaltadas, y se abrazaron sentadas, todavía tapadas dejando al aire solo los ojos, temblando. Los ruidos continuaron durante un rato largo. ¿Se trataba de un terremoto? ¿Un tornado, tal vez? Aquella era zona de tornados, pero no era aquella la época en que solían presentarse.

-Mamá, son las tres de la mañana, no bajes, por favor. No me dejes aquí sola.
-Pero tengo que saber lo que pasa, hija. Regresaré en breve y te lo contaré, si no lo hago no podremos volver a dormirnos.
Otro golpe seco se oyó de nuevo en el tejado. Las mujeres se taparon del todo. La casa seguía moviéndose. Todo temblaba. La madre se lo pensó mejor y decidió que se iban a quedar donde estaban. Miraban por la pequeña ventana de la habitación abuhardillada y no veían nada con aquella oscuridad, pero la casa se movía.
-¿Serán fantasmas? –preguntó Emily.
-No lo creo. Esta casa es nueva, aquí no se ha muerto nadie.
-¡Aaaaaay, qué ruido otra vez!
-¡Voy a bajar!
-¡No, mamá, tengo miedo! ¡No bajes!
-Tápate e intenta dormir. Es temprano.
-Hasta que no vuelvas no podré dormir. ¿Voy contigo?
-No, mejor quédate donde estás, no sabemos qué es lo que pasa, aquí estarás más segura. Vengo enseguida. Si en diez minutos no he regresado, llama a la policía. Ahora tranquilízate.

A pesar de las protestas, la madre bajó por la estrecha escalera sin pasamanos, temiendo caerse, pues aquello no paraba de moverse. Sacó una linterna de un cajón de la cocina y también un cuchillo cebollero por si necesitaba defenderse. Se acercó a la puerta que la separaba del exterior, y, cargándose de valor, la abrió de golpe. Iluminó el porche y allí no vio a nadie que motivase esos ruidos… o sí.
Se había desatado un terrible viento que anunciaba una tormenta de las que harían historia. Las ramas de los árboles del bosque trasero chocaban violentamente contra la cubierta de la vivienda, la cual continuaba moviéndose. Entonces ella comprendió.
Era lo que tenía vivir en una pequeña casa portátil sobre ruedas. El viento podía moverla como si de un terremoto se tratase, por perfectamente calzada que estuviese.
Se apoyó sobre el dintel de la puerta pensando en que aquella creciente moda de las casas portátiles estaría generando miedo a mucha gente aquella noche, especialmente en personas como ellas, que siempre habían vivido en pisos que pasaban desapercibidos en las ciudades, y que desde luego no se movían en caso de viento o tormenta, ni siquiera un tornado típicamente americano podía llevarse un edificio de pisos sólidamente construido.

Aquella casa llamaba la atención por su reducido tamaño, les conquistó en cuanto la vieron, pero cuando la compraron no pensaron en estos inconvenientes. Ni tampoco en los tornados que sin duda un día se presentarían por allí casi sin avisar, aunque para eso gozaban del remedio de enganchar la casa a un camión y llevársela a un lugar seguro. Pero no fue argumento suficiente. Estaba claro que no podrían evitarse algunos problemas como el de la inestabilidad de la vivienda durante las ineludibles tormentas. Miró hacia el bosque ahora oscuro y amenazante, y también pensó que si un día le daba por aparecer a un perturbado por allí empuñando un arma, entraría fácilmente y ellas se convertirían en sus víctimas, pues nadie se enteraría por mucho que gritasen, la casa más cercana se encontraba a más de cien metros. O si a alguien se le ocurría la idea de robar su casa enganchándola a un camión y con ellas dentro en horas de sueño, no podrían hacer nada por evitarlo. Multitud de dudas, de ideas peregrinas inundaron su mente, pues gozaba de una gran imaginación. Resolvió en ese mismo instante deshacerse de la causa de todos esos posibles temores. Entró y subió al dormitorio situado en el altillo, tranquilizó a su hija y apagaron la luz para intentar retomar el sueño.
Decidió venderla. Unos buenos cimientos pondrían la base de su nueva existencia liberada de aprensiones. Porque el sentido de la vida consiste en eso, en ir librándose poco a poco de ataduras, y sin duda el miedo es la más poderosa. De ellas dependía ir esquivando los factores que desatasen sus miedos atávicos. Y para dos urbanitas vivir en el borde de un bosque tupido en una casa que se mueve con el viento podía representar uno de esos factores.

A los dos días salió un anuncio en la prensa local: “En venta casa portátil sobre ruedas preparada para entrar a vivir en paraje idílico. Incluye mecedora generalizada en toda la casa los días de viento. Solo para valientes. Núm. de ref. 20654F”. 





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