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jueves, 13 de octubre de 2016

Lo que más duele




Lo que más duele






El agobiante ruido cesó. Me había asustado durante mi estancia en aquel lugar oscuro, al que había llegado sin saber cómo. Recordaba un último paseo por el centro comercial antes de salir y tomar aquel atajo hasta el coche. Vi gente que iba y venía absorto en la vorágine consumista de los fines de semana. Después y de repente, nada más, despierto en este sitio que no sé identificar.

Tengo dolores por todo el cuerpo. Estoy tirado en una camilla blanca, atado y amordazado, siento una presión en mi miembro viril que me desagrada, y lo que veo por los alrededores no tranquiliza a mi atribulado espíritu. Se trata de una sala muy grande, no veo el final, que debe estar situada en una nave industrial, pues los techos se elevan muy por encima de lo habitual en casas normales. Las paredes están cubiertas de un alicatado formado por un solo azulejo blanco que se pierde en la lejanía de unas paredes que parecen no tener fin. El suelo es de un material parecido a la cerámica, del mismo blanco impoluto. Lo que llama la atención es la blancura deslumbrante y la rigurosa limpieza que allí se percibe. No hay nada más que la camilla en la que reposo. Ni otro mobiliario, ni ventanas, nada. Solo una gran campana extractora se abre en el techo justo encima de mí.
 
Unas cámaras situadas en cada esquina apuntan hacia mí. Pero hay algo curioso, apuntan hacia mi estómago del que salen unos electrodos conectados por largos cables, los cuales penetran en la pared y se pierden por ella hasta un lugar en el que pasa algo que yo desconozco.

Una de las pantallas que cuelga de una de las esquinas superiores del techo se enciende de repente.

-Buenos días, querido espécimen. No se asuste. Está aquí porque necesitamos gente como usted para conocerla mejor. Nuestra intención es solo científica. Le estudiaremos y luego le devolveremos al lugar del que le tomamos.

Así que, es eso. Soy un espécimen. Me han abducido, pero ¿quiénes? ¿Extraterrestres? Lo dudo. Mi mentalidad materialista niega tal opción. Eso reduce las posibilidades a muy pocas: solo la inteligencia de algún país querría investigarme. No lo entiendo, solo soy entrenador de gimnasio en el que me paso la vida intentando ayudar a que los demás consigan sus metas.

-Espécimen 345F, no piense -dice la pantalla sin rostro-. No trate de contestar a la pregunta que todos se hacen al llegar aquí, o su curiosidad le perderá. Está aquí solo por azar, por su complexión física tan entrenada y su estómago vacío. Nuestros contactos lo vieron y consideraron que es perfecto para realizarle estas pruebas. Nada más.
-Tengo un hambre voraz –dije-, y ganas de ir al lavabo.
-Hágaselo encima, tiene puesta una sonda en su miembro que le ayudará a aliviar esos síntomas. Por los otros no se preocupe, durante su etapa de sueño le pusimos varios enemas que han dejado su intestino limpio.
-¿Mi etapa de sueño? ¿Cuánto tiempo he dormido?
-Dos meses y tres semanas. Le queda una y esta prueba terminará.
-Me… duele el estómago. Me duele mucho. Llevo notándolo desde que desperté aquí.
-Magnífico. Queremos saber hasta dónde puede llegar.
-¿De saber hasta dónde puedo llegar en qué aspecto? ¡Qué dolor, por favor!

-Saber qué ocurre exactamente en un humano adulto que no come. Cuánto tiempo puede estar sin ingerir nada, las molestias que eso causa y así aplicar los sustitutivos que hemos preparado para terminar con los síntomas.
-¡Para terminar con los síntomas dame para comer un buen botillo del Bierzo y verá lo que es reponer fuerzas!
-No conozco ese alimento del que habla. Lo investigaremos. Ahora mismo está usted pasando por la autodigestión, por eso le duele el estómago, porque se está autodigiriendo. Las cámaras no se pierden detalle de su interior para ver la evolución de esa autodigestión.
-¡Pero entonces moriré y con terribles dolores!
-Para eso estamos aquí, para ponerlo en el brete de morir, y nosotros evitarlo. Nuestro supersuero revitalizante lo hará. Le salvará la vida y luego las pruebas seguirán.
-¡No! ¡Me niego a pasar por esto! ¡Déjeme ir ya! ¡En cuanto salga de aquí les denunciaré!
-No nos detendrán, pues no hay un lugar en el que diga que estuvo. Esto no es una nave industrial como su mente cree. Es una nave.

Pierdo el conocimiento. En realidad durante esa conversación, mi consciencia va y viene, supongo que el déficit de nutrientes me está afectando ya. El dolor es insoportable, me retuerzo atado a la camilla. El blanco que me rodea me deslumbra y solo estoy a gusto con los ojos cerrados, comiéndome los terribles dolores que emanan de mi propio interior. Cuando los retortijones se volvieron continuos, la voz de la pantalla regresó.

-Querido espécimen: ¿Volverás a decir a alguna humana que lo mejor para adelgazar es dejar de comer? (¿Cómo podían saber eso si había formado parte de conversaciones privadas con personas a las que ayudo  a diario en mi gimnasio?)
-Nnnnnoooo… noooooo… qué dolor, por favor…
-¿Y vender porquerías a muchachos que quieren ver crecer sus músculos sin esfuerzo?

Empiezo a comprender. Aunque parezca una locura, una nave extraterrestre que sigue mis conversaciones privadas en el gimnasio trata de darme una lección.

-Lo he entendido… paren esto, por favor… estoy muy mal…
-Silvia era una joven muy bella que murió de anorexia por tus malos consejos. Manuel ha tenido que ingresar en una institución para superar su vigorexia adquirida en tu gimnasio. A Lucía le cambió el metabolismo en tu negocio por seguir tus dietas milagrosas, y ahora está a la espera de hacerse una seria cirugía para superar su obesidad mórbida, Alex murió a los treinta y ocho años por tomar los complementos y otras cosas que vendes… ¿quieres que siga? Has fastidiado la vida de muchas personas, ahora te toca a ti pasar por cada uno de tus consejos.

Así que es eso. No me escogieron al azar, sino que sabían a quien elegían. Me van a hacer pasar por cada una de mis recomendaciones en el gimnasio. Si recomendé no comer, ahora lo sufro. Si vendí suplementos y otros productos de ese tipo a chavales para hacer crecer el músculo sin dar golpe, me los van a administrar aquí, y junto con mis dietas harán que las carnes lleguen a rezumar de la camilla… Como poco, y si consigo salir de aquí, mi metabolismo habrá cambiado para siempre.

-Tiene razón –dice el hombre de la pantalla que parece leerme el pensamiento-. Su obesidad mórbida le acompañará el resto de su corta vida, porque aunque usted vende ideas de superación y fuerza de voluntad, en realidad carece de todo eso, no posee determinación, ni lucha por nada, ni siquiera por usted mismo. Es usted un ser superficial que solo piensa en sacar provecho sexual de su buen aspecto, un ser prescindible, que no aporta nada bueno a su sociedad. La próxima vez que se permita dar consejos a alguien, piense primero si lo que recomienda lo aplicaría en sí mismo. ¡Qué! ¿Cómo van esos dolores, querido anoréxico?

Entiendo el mensaje. Me dejo llevar por la situación mientras el dolor me engulle, aunque el que de verdad duele no es tanto el estómago como la conciencia.  Cierro los ojos esperando que en algún momento esta pesadilla termine.

Después de esto nunca más podré regresar a mi trabajo en el gimnasio, y más si salgo de aquí sufriendo obesidad mórbida. Cuando aconsejaba mal a propósito sabía que jugaba con fuego, pero no calculaba lo que me sucedería para comprenderlo.

Y lo peor, nunca podré contar a nadie qué me impulsó a dejar el negocio. Dirían que estoy loco. A lo mejor tienen razón.







Lo que más duele de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons




 

viernes, 7 de octubre de 2016

Para Elisa



Para Elisa


La mujer recibió la noticia de su vida: tras años de espera la requerían en un puesto de trabajo de la administración del estado para cubrir una plaza durante un periodo vacacional. Ella aceptó sin pensarlo mucho y al día siguiente firmaría el contrato feliz porque en Justicia, que era la oposición de la que hacía más de un lustro se había examinado como agente judicial, se habían acordado de ella, por fin.


El único inconveniente era que tenía que desplazarse a la capital de la provincia, pero entrando en Internet supo de una residencia en que muchos funcionarios eventuales como ella alquilaban una habitación para así solventar el capítulo de dónde establecerse mientras durase el contrato. Llamó y concertó su llegada para el día siguiente. Se trataba de un edificio neoclásico con una gran escalinata flanqueada por un enorme jardín poblado de árboles de distintas especies, aislado de la calle por una valla del mismo estilo que el edificio que las monjas que regentaban la institución abrían y cerraban de noche. Impresionante. Precioso. Y lo mejor, no muy caro y cerca del trabajo.

Firmó el contrato y se incorporó a su puesto inmediatamente.
Los días iban pasando tranquilos hasta que un nuevo compañero llegó a su oficina. Resultó que ya se conocían de años atrás, habían sido vecinos en su ciudad de origen, pero su relación había sido inexistente, sólo de hola y adiós en el ascensor. Él padecía una enfermedad psiquiátrica y formaba parte de ese tanto por ciento de personas con problemas que el estado contrata para su inserción laboral. Se saludaron y a otra cosa. Se veían a diario. El hombre preguntó a la mujer que qué hacía por las tardes al salir del trabajo. Le preguntó si querría ella salir a tomar algo con él, pero Elisa le contestó con toda la inocencia que ella prefería quedarse en casa estudiando para la oposición que había decidido preparar y en meses iba a salir. 

Resultó que Daniel, que así se llamaba el hombre, había tomado habitación en la misma residencia que Elisa, lo que llevó a preguntarle si ella querría bajar a la sala de televisión con él. Elisa estaba felizmente casada desde hacía más de treinta años y su marido lo era todo para ella. De nuevo le dijo que prefería quedarse en su cuarto estudiando, leyendo o escuchando la radio.

Durante los días siguientes él se hacía el encontradizo con ella continuamente, asunto al que ella no dio mayor importancia, ya que verse por aquel Palacio de Justicia no era tan raro, pues sus dimensiones no eran para perderse. La veía, pero no decía nada.


Cuando Elisa llevaba gran parte del contrato cumplido, unas compañeras le contaron que Daniel había estado preguntado por ella a todo el que veía diciendo que los dos regresarían juntos a la residencia en el coche que él tenía y que ambos iban a celebrar el fin de su contrato. La mujer negó diciendo que no tenía relación con ese compañero, y que no tenía intención alguna de subirse en su coche, y mucho menos celebrar nada con él.

Ella empezó a hilar cabos. Las miradas en la cafetería de personal sin decirle nada, las muchas veces que se lo encontraba por todas partes. Por primera vez sintió miedo. Lo comentó con algunas compañeras en el vestuario con las que había establecido una relación de confianza.

-Estás paranoica. Nadie te persigue. Vive la vida y disfrútala, nada te amenaza –le decían ante los temores que ella exponía.

Aquel día salió del trabajo casi de noche, pues en su departamento tenían mucho trabajo atrasado. Cuando llegó a la residencia, tenía que atravesar el enorme jardín cuajado de lugares en los que ocultarse para superar la escalinata. Cuando entró por la puerta respiró aliviada. Nada. Qué imaginación la suya. Subió hasta su cuarto. Entró.

Se metió en la ducha. Salió. Cenó algo liviano y se tumbó en la cama. Se fue calmando a medida que transcurría la noche.

Al día siguiente Daniel ya no estaba en el trabajo, lo que la colmó de paz.

Pero también aquel día era casi de noche cuando se disponía a entrar en la residencia tras la jornada laboral. Y cuando iba a hacerlo, oh sorpresa, él le salió al encuentro.

-Hola querida -dijo- te estaba esperando.
-Lo siento, Daniel, pero no veo la razón.
-Vamos a celebrar que ya he terminado mi contrato.
-No, disculpa. No te conozco más que de vista y además no alterno, estoy felizmente casada. Por favor, déjame pasar. Mucha suerte en tu vida. Adiós Daniel.

Pero el hombre tenía otros planes. La atacó. La arrastró entre los árboles y allí la golpeó hasta que ella quedó tendida inconsciente.

-Error, Elisa. Tenías que haber dicho sí, dicho sí, dicho sí -repitió mientras se balanceaba nerviosamente de adelante hacia atrás.

Al día siguiente una de las monjas la encontró y llamó a una ambulancia.

Pero Elisa no pudo superar la fuerza de una obsesión. Su futuro se desarrollaría en una camilla de hospital, en un coma que ya nunca le abandonaría. Daniel había vencido.


Nunca subestiméis la fuerza de la mente, nunca olvidéis que lo que para unos es blanco, para otros es negro. Pero sobre todo lo que nunca debemos obviar es la fuerza del amor enfermizo. 

Demasiado tarde para Elisa.



 


Para Elisa de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons


martes, 27 de septiembre de 2016

La justicia del Cares






La justicia del Cares






El hombre trastabilló. No esperaba aquel momento, su experiencia en senderismo era tan amplia, que la sola posibilidad de caerse en aquella garganta tan visitada le colmaba de una sensación de intolerable vergüenza. Pero no adelantemos acontecimientos. Iba con su mujer, ambos rondaban la cincuentena, y su matrimonio había sobrevivido al paso del tiempo a trompicones, una relación aderezada con múltiples episodios de infidelidad por parte del hombre. Ella, fiel por naturaleza, conocía cada lío de su marido, pues era inteligente y sabía leer las contradicciones en que cada día incurría su cónyuge en cuestiones como llegar a tiempo, asistir a eventos familiares que si podía evitaba sistemáticamente, y últimamente sus fines de semana en que el hombre desaparecía sin dar explicaciones para regresar el lunes, con cara de no haber roto un plato. Caradura.

Pero aquelllas vacaciones se las dedicó a su mujer, que deseaba más que nada en el mundo rehacer su vida con alguien que de verdad la mereciera, no perder el tiempo más en una situación que estaba llamada a no durar.


Habían decidido pasar los primeros días en la garganta del Cares, recorriendo aquel angosto camino que bordeaba el impresionante precipicio. Sería la última vez que compartirían vacaciones. Ella buscaría el momento adecuado para solicitarle el divorcio. Caminaron tranquilamente, sin prisa, mientras un nutrido grupo de muflones presidía una de las altas montañas, hierático, observando lo que ocurría en sus dominios, el cielo despejado, brillante el día.

Marchaban despacio, hasta que el marido, aficionado a los fósiles, vio una gran piedra cuya superficie dejaba ver el dibujo tatuado por el tiempo de un trilobites, que él poseía en su amplia colección, pero aquel tenía algo que le llamó la atención, y se encontraba en el borde mismo del precipicio, semienterrado y de un tamaño considerable, la piedra en conjunto podía pesar más de veinte kilos, así a ojo de buen cubero, lo que aumentó su ansia por ver y fotografiar aquel ejemplar que, obviamente, no podría llevarse a cuestas. Se deslizó con cuidado hacia el fósil, mientras la mujer se quedaba arriba, sentada en el suelo, observando la impresionante panorámica, no apta para personas que sufran de vértigo.

El hombre se echó un poco hacia atrás para fotografiar mejor el ejemplar, hasta que uno de sus pies trastabilló y amagó con derribarlo desfiladero abajo. Quedó agarrado por las manos a la cornisa, quedando colgado esperando la ayuda de su mujer.

-¡Ayúdame, Leire! ¡Me caigo!
La mujer se levantó sin darse excesiva prisa. Tal vez aquel fuera el momento adecuado para plantearle sus deseos. Le cogió por una mano mientras le habló de esta manera:
-Querido Diego –dijo en tono solemne-, no sé si ayudarte o dejarte caer. Qué oportunidad.
-¿Pero qué dices, Leire? ¿Dejarme caer? ¿Por qué ibas a hacer eso?
-Por lo muchos años de engaños, cuernos, retrasos, ausencias, mentiras… en este viaje iba a pedirte el divorcio, pero ahora igual no hace falta.
-¡Es verdad, he tenido alguna amiga, pero nunca he dejado de quererte! ¡Ayúdame, venga!

-¿Alguna amiga? ¿Quieres que empiece? El mismo día de la boda te tiraste a una excompañera de colegio, Rosita la Tetosa, la rubia de 2º de bachillerato. Lo hiciste en el baño de caballeros. Durante el viaje de novios te lo hiciste con una camarera en Punta Cana oculto en los servicios mientras yo permanecía sentada en la terraza del chiringuito, aunque sabiendo desde el principio lo que hacías. Eso la primera semana. Llevamos veintidós años juntos y has salido a amante diferente casi cada mes. Tengo todos los informes. Periódicamente contrato a un detective privado que me comunica tus andanzas. En ese informe durante estos años figuran los nombres de quince amantes habituales tuyas, a las que engañabas prometiendo el amor eterno que antes me prometiste a mí, y rolletes tuyos constan sesenta y dos. Yo diría que no me has sido fiel. No sé por qué razón debería ayudarte cuando lo que deseo por encima de todo es perderte de vista. Lo tengo fácil, si te piso la mano te vas al carajo.
-¡Leire, por favor! El tener tantos rollos significa que no amaba a ninguno de ellos… solo a ti.
-Claro, por eso no estuviste en la comunión de tu hija, porque me amabas mucho. Preferiste irte de fin de semana con doña Asunción Vázquez de Friera, duquesa de Cantalapiedra, un putón de alta sociedad a la cual no le importa destrozar las familias que haga falta con tal de calmar sus ardores de ninfómana, pero claro ¡ahí estaba su salvador, Diego Díaz, descendiente del Cid, que aplacaría sus ansias amatorias mientras alcanzaba algo más de poder! No trates de negarlo. Lo sé todo, tengo todos los datos. Tu hija no te lo perdonará jamás. Preferiste a tu amante de entonces a pasar el día con ella. Mientras Mariely comulgaba tú tenías a un tipo contratado por mí siguiéndote los pasos. Aquella misma noche los datos estaban en mi poder. De esto ya hace doce años y desde entonces has seguido con tus conquistas sin cortarte en absoluto. Te has tirado a cualquier cosa que lleve faldas. Das asco.
-¡Nena, me caigo! ¡Ayúdame, las manos me resbalan! ¡No me sostienen más!



La mujer no hizo nada, no podía. Ella, en realidad, estaba muerta. El hombre la había matado en una de sus discusiones matrimoniales diez años antes y aquella era su primera salida nueve años después de cumplir su pena de prisión por el asesinato, solo que aquellos momentos de Diego Díaz en extremo peligro y profundamente colocado de antidepresivos sufrió una poderosa alucinación, y acabó creyendo que su mujer le había acompañado en aquella excursión. Ella, de pie, etérea, viendo cómo su marido se escurría de la cornisa y se perdía en el vacío. Tarde para rehacer su vida.

Pero Leire era libre, por fin.

Se acabaron los engaños, los cuernos, los retrasos, las ausencias, las mentiras.

Se había acabado todo. Él, que entre rejas había fantaseado con recorrer la afamada a la par que peligrosa senda, lo primero que haría al abandonar su vida carcelaria, y sin saberlo, lo último. Las desventajas de haberse cargado a quien, de haber sucedido las cosas de otro modo, lo habría dado todo por ayudarle. 

Tanto que algunos buscan toda su vida compañía y amor al margen del que ya gozan sin merecerlo, cuando llega el final, mueren solos.

Requiescat in pace, Diego. Tú y todos los que son como tú.





La justicia del Cares de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons




jueves, 21 de julio de 2016

El peso de la culpa




 El peso de la culpa


Él gozaba de una gran capacidad para erigir una historia de la nada, aunque nunca se planteó utilizarla en proyecto creativo alguno. Se dedicaba a la hostelería, era el dueño de un bar que le daba para vivir holgadamente, pues estaba situado en el paseo marítimo de aquella populosa ciudad de provincias cuyo mayor atractivo consistía en la mansa belleza del mar perdiéndose en el horizonte. Él realizaba la ardua tarea de calmar el hambre y la sed de miles de turistas cada día. 

El hombre era sociable, enseguida trababa amistad con sus clientes, casi con cada uno de los que repitiesen estancia en su casa. Un día, hablando con un grupo de ellos, vio una colilla en el suelo de la terraza.
-Esa colilla… mira que les digo a los clientes que es mejor tirar los desperdicios al cenicero, pero no me hacen caso. El año pasado nos dieron un premio a la ciudad más limpia de la comunidad autónoma, pero este año no revalidaremos.
-Oh, no pierdas la esperanza, Anselmo, además, es sencillo, se recoge y listo –respondió uno de los clientes.
-Ya, lo malo es que no puedo estar todo el día mirando si el suelo de la terraza está impoluto o algún cliente lo deja hecho unos zorros. Es una cuestión de educación que no nos corresponde impartir a los hosteleros. ¡Oh, mirad! La colilla tiene marcas de carmín. 
-Creo que Anselmo ha puesto en marcha su máquina de imaginar. A ver qué nos cuenta.
-Pues… se trata de la colilla de una mujer. Una mujer sofisticada, maquillada y vestida con ropa cara, de mediana edad, pues el labio superior está operado. La mujer mira nerviosamente su reloj, parece estar esperando a alguien en la terraza. Pide un gin tonic y lo saborea a sorbos cortos. El hombre al que espera se le acerca. Se trata de un joven de unos veintipocos años, trajeado, pero con aspecto ligeramente desaliñado, un poco al estilo italiano. El joven se aproxima y la mujer apura el gin tonic. Da una última calada a su cigarro y lo tira.
-¿Y qué pasó?
-El hombre es un chico de compañía y la mujer su clienta. Ella se levanta sin mediar palabra, ambos se suben a un coche deportivo rojo de lujo, y se van inmediatamente. Se dirigen a casa de la mujer. Conduce el hombre.
-¿Nos vas a dar detalles de su encuentro?

-No, salvo que tras realizar el acto, fumar su cigarro de después y darse ambos un baño en su piscina con vistas al mar, él se irá. Pero algo terrible habrá sucedido.
-¿Y qué será?
-Al día siguiente, en la portada del periódico local destacaría esta noticia: “Encontrada muerta en su casa la actriz Lorenna McAndrew. Al parecer se ahogó en su piscina mientras se daba un baño debido a un corte de digestión, según los primeros indicios”. El hombre habría ahogado a la mujer tomándola por los hombros y sentándose sobre su pecho, para no dejar marcas de sus dedos. Y después habría vaciado su cartera y tomado un par de objetos de arte caros que hasta entonces allí se exhibían, como un pequeño cuadro de  Caillebotte y otro de Klimt que vendería en el mercado negro. Nadie descubriría la jugada nunca,  a no ser que hablase el camarero del bar en que se encontraron, que los vio irse juntos. A lo mejor tendría que “hablar a solas” con ese camarero.
-Joder, Anselmo, ¿todo esto por esa colilla que hay en el suelo?
-Tal vez se trate de mi deseo subconsciente de que todo el que no respete el entorno desaparezca.
-¡Qué imaginación tienes!

El hombre bajó la cabeza. Sus clientes no sabían la verdad. No se trataba de imaginación ni de inquietudes ecológicas, sino de potentes recuerdos y una conciencia sin limpiar. Había descrito una historia, la suya. Y de cómo inexplicablemente nunca le descubrieron, habían transcurrido ya más de veinticinco años de aquella aventura. Anselmo bajó la cabeza y, tras recoger la colilla se metió en la trastienda del bar. No podía olvidarse de su vieja profesión que tanto dinero le había proporcionado en la Costa Azul y que le había permitido abrir aquel negocio una vez de vuelta en su tierra. Y la posibilidad de conocer y gozar de las mujeres más bellas e inalcanzables para el común de los mortales. Pero aquello ya no eran más que recuerdos.
Malditos los años que le regalaron una solemne barriga y una calvicie sin pausa, obligado así a abandonar su dolce vita.


Tendría que extremar el cuidado, y nunca más sacar esa conversación. Podría perderlo todo si daba con el cliente adecuado. Tendría que vivir con eso, su propia espada de Damocles.

Y es que nada es para siempre. Ni siquiera los secretos.





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jueves, 14 de julio de 2016

Asco de sí mismo




Asco de sí mismo


Las fiestas patronales habían vuelto tercamente, como cada año. La pequeña ciudad de provincias se preparaba para la sucesión de festejos que tendrían lugar a lo largo de siete días. El plato fuerte, como siempre, era la suelta de vaquillas, a la que era obligatorio acudir disfrazados. De hecho todo el mundo se disfrazaba, tanto los que corrían delante de los animales, como los que preferían ver el festejo sin más. Las vaquillas en realidad no eran tales, sino disfraces muy bien pertrechados con personas dentro que simulaban carreras, cogidas y faenas entre aficionados con muletas. Pero la simulación era tan perfecta que en la ciudad se congregaban miles de personas para ver pasar a los corredores y a las falsas terneras.

Los días pasaban entre verbenas, exposiciones, carreras de coches, festivales gastronómicos y chapuzones en la playa fluvial para alejar el habitual calor de agosto. Todo parecía ir bien, hasta que se produjo algo que se estaba extendiendo por toda la geografía mundial, y con la globalización había llegado a aquella pequeña ciudad de provincias.


Carrera de falsas vaquillas. Todos disfrazados. Todos. Todas. Se hizo la noche tras la carrera que transcurrió sin novedad, divertida, como siempre, y subida a la red y muchas veces compartida para solaz y sonrisa de cualquiera que viera esas imágenes. Los bares atestados, ninguno de sus parroquianos estaría en condiciones de coger el coche. Ni de razonar. Ni de pensar más que en satisfacer sus bajos instintos.
Eran seis. Tomaron a una chica también disfrazada que caminaba por una calle de un barrio periférico y que trataba de llegar a su casa, una travesía solitaria en aquel momento, pues coincidía con la hora en que todos estaban ya cenando aprovechando el parón de la orquesta para tal fin. La llevaron a empujones a un callejón. La toquetearon unos mientras otros la sujetaban para que no tratase de huir. Otro le ató su pañuelo rojo en la boca para que no gritase. Allí, en medio de aquella oscuridad y sobre el suelo sucio de todo tipo de basura abandonada de años, los seis desahogaron en ella sus bajos instintos, uno detrás de otro. Cuando terminaron discutieron sobre qué hacer con ella, si dejarla ir, o matarla para evitar la denuncia. La chica se encontraba exhausta, casi sin conocimiento, rebosando fluidos, temiendo un más que posible embarazo.

 El grupo decidió irse y dejarla vivir, porque como iban disfrazados, la joven no podría o no sabría identificarlos. Suponían que la joven estaba tan bebida y tal vez drogada como cada uno de ellos.
Cuando uno de los jóvenes llegó a casa al amanecer, extrañamente sobrio tras un desayuno fuerte antes de llegar a dormir, se encontró con un panorama que no esperaba. Su padre se encontraba abrazando a su madre, que lloraba desconsoladamente.
-Julio, te estábamos esperando, queríamos contártelo nosotros. A tu novia esta noche la atacó un grupo de seis hombres, han llamado sus padres por si tú sabías algo… La encontraron aquí cerca en un callejón, amordazada, y con signos de haber sido violentada –el padre tragó saliva, mientras los ojos se le anegaban de lágrimas.

-¡No puede ser! Ella ayer se fue con su peña de amigas. Qué horror. ¿Y cómo está?
-Nos íbamos al hospital, nos acaban de llamar hace como una hora. Si quieres venir con nosotros, ven.

A Julio se le erizó todo el pelo de su cuerpo. No podía ser. No podía ser ella. ¡Él había maltratado, vejado, golpeado y violado a aquella joven con especial saña! Decidió ir para asegurarse de que no se trataba de ella.
Pero sus temores se hicieron reales cuando la vio. El terror se apoderó de él. Era ella. El disfraz descansaba sobre una silla.
Fue lo último que hizo. Salió del hospital sin decir nada, llegando a un descampado que precedía a un espeso bosque, corriendo como un loco, gritando, llorando, maldiciendo su mala suerte, mientras un pensamiento le machacaba la cabeza: “Tendrás lo que te mereces, eres un degenerado, y has violado a tu chica”.
Encontraron su cuerpo balanceándose en un árbol, su cuello rodeado de una soga que le robó el último hálito, pues había destrozado a quien más quería, y no se sentía con fuerzas para dar la cara por una fechoría de semejante calibre. La muerte le pareció suficiente castigo. Pero para ella, desde que supo la verdad, pues la verdad se acaba sabiendo sobre todo en una pequeña ciudad de provincias, nunca sería suficiente, pues los recuerdos la atormentarían el resto de su vida. Hubiera preferido para él una cadena perpetua, para que tuviese tiempo de meditar y sufrir por el daño infligido, sabiendo que solo muerto abandonaría aquellas paredes. Eso podría haber compensado un poco, solo un poco, lo vivido aquella aciaga noche.


Moraleja:
Existen algunos “hombres” que son incapaces de aguantar la visión de una mujer sin tratar de violentar su libertad. Esos no son hombres. Los hombres de verdad tratan a las mujeres con respeto en todo momento y en todos los órdenes de la vida. Conocen y respetan el significado de la palabra NO. Los demás son, sencillamente, basura. El típico macho hipócrita que mataría por defender a su madre y hermanas, pero que no tiene reparos en destrozarle la vida a cualquier otra mujer. Trogloditas a los que les tiemblan las carnes porque peligra su estatus presunta y falsamente superior. Críos con mucho músculo pero poco cerebro.
Un día, la mujer despertará. Y ninguno más se atreverá a robarle la dignidad.


Dedicado a nosotras, potenciales víctimas.




Asco de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons





 

jueves, 7 de julio de 2016

La ilusión se llama Salvador





La ilusión se llama Salvador


En alguna capital populosa de la Tierra
2022


La abuela, una mujer todavía de aspecto joven y bien parecida, salió del colegio del niño, de tener una reunión con la tutora del chaval, que cursaba el primer año de primaria. Salvi era un niño bueno, aunque en el colegio a veces protagonizaba algunas travesuras, no más ni menos que otros niños, pero aquel día le tocó a la abuela ir a hablar sobre cómo llevar bien las travesuras de los niños tan pequeños, educarlos en el orden y en la serenidad que se necesitan para que el aprendizaje sea completo, y que ciertas actitudes no se transformen en un aluvión de problemas pasado el tiempo. Pues bien, la última de Salvi fue poner pegamento de contacto en los borradores de la pizarra de clase, de tal forma que no se podían levantar una vez pegados.

La abuela llevaba al niño de la mano, camino de casa. Pararon en una tienda de helados y le compró uno, pero no se lo dio hasta llegar a casa, esperando a que merendase primero, y sentado, escuchase lo que la abuela quería decirle.
-Salvi, querido. Ya eres mayor, tienes casi seis años, y por tanto ha llegado la hora que sepas algunas cosas que nunca te contamos. Hoy fuiste travieso, y podías haber disgustado a tus papás. Y tus papás no se merecen eso. Ven, siéntate y escucha.
-Sí, abu. ¿No me reñirás?
-No, solo te contaré cosas que no sabes. Estate tranquilo. Verás. Desde que tus papás se conocieron, siempre quisieron tener un nene como tú.
-Y bueno, vine.
-No es tan sencillo. Ellos querían ser papás, pero no venías. Lo intentaron, el cielo bien lo sabe, pero no estabas en los planes de Dios o de quien tenga a bien controlar estas cosas. Cuando vieron que te retrasabas fueron al doctor.
-¿Para qué, abu?
-Para que ayudase a quedarse embarazada a tu mamá con algún tratamiento que la estimulase y así lograr que vinieses. Lo intentaron con ayuda del doctor muchas veces durante años. Una vez tu mamá se quedó embarazada tras uno de esos tratamientos.
-¿Y entonces llegué yo?

-Pues no. El embarazo ocurrió donde no debía y el niño no maduró, lo perdió. Lloraron mucho tus papás. Entonces, cuando comprendieron que por medios naturales no venías, pensaron en adoptar un nene sin papás para quererlo como si fuese suyo propio y para siempre.
-¡Ahora sí, entonces me eligieron a mí!
-No, cariño. Los papeles que pedían eran numerosos, las exigencias eran muchas, las fueron cumplimentando todas, pero el tiempo iba pasando, y aunque cumplían todos los requisitos exigidos para ser papás adoptivos, no había noticias de la adopción, por lo que regresaron a ver al doctor, cada vez con menos esperanzas. Lo intentaron una y otra vez. Lloraron, sufrieron mucho, pero nunca tiraron la toalla. Para ellos eres un niño muy deseado, una bendición. Un día, y cuando menos nadie lo esperaba tras otros tratamientos fallidos, entonces ocurrió.
-¿Ya vine? ¿Tampoco?

-Si, cariño, viniste por fin, mes y medio antes de tiempo. Los dos, tanto tu mamá como tú estuvisteis en peligro, pero al final llegaste y no lo podíamos creer. En realidad eres el producto de un milagro, trajiste la alegría a casa de tus papás y de la mía. Tantos años, tantas lágrimas, mi niña qué mal lo pasó… pero estás aquí, querido nieto. Y por todo lo que te aman tus papás y toda la familia tienes que ser bueno y no hacer llorar a tu mamá por tu mal comportamiento.
El niño se quedó pensativo, y después dio un buen tiento al helado. Entonces abrieron la puerta. Era mamá.
-¡Ya llegaste de trabajar, mami! La abuela fue al colegio a buscarme y a hablar con la profesora.
-¿Sí, cariño? ¿Cómo fue la reunión, mamá? –preguntó la mamá a la abuela mientras abrazaba a su hijo.


-Bien, una travesura, nada más. Pero Salvi es un niño bueno y a partir de ahora lo va a ser todavía más. Porque tú no quieres que mamá llore, ¿no es eso?
-No, mamá. Te prometo que voy a ser bueno siempre. Ya lloraste mucho porque yo no venía, y ahora que llegué no es justo que te siga haciendo llorar. Mamá…
-¿Qué, tesoro?
-¿Antes de nacer yo me buscabas tanto que llorabas porque no venía?
-Lloré, pataleé, negué con la cabeza, me enfadé con la vida –le dijo en cuclillas tomando su carita entre las manos-. Pero hubo una cosa que nunca hice.
-¿Y qué fue?
-Perder la esperanza y la ilusión. Por eso viniste finalmente. Años antes de que nacieras, ya te queríamos con locura. Eres un sueño cumplido.
-Yo también os quiero mucho mamá –dijo el niño abrazándose a ella tiernamente-. Y te prometo que voy a ser bueno. No quiero que lloréis más por mí. No sería justo.
La abuela guiñó un ojo a la mamá, que sonrió mientras seguía abrazando a su querido niño, que tanto había demorado su llegada.
Y es que en aquella familia la esperanza y la ilusión tenían un nombre: Salvador.


Dedicado a ti, querida Líber, y a tu muy amado nieto recién nacido y sobre todo al coraje y la determinación de sus padres, valientes y decididos hasta el final. La felicidad llegó por fin. Disfrutadla.





La ilusión se llama Salvador de Susana Villar está subjecta a una licència de Reconoixement 4.0 Internacional de Creative Commons