Relato: Alex y el halcón
Alex era un niño muy inquieto. Vivía en un siglo en el que los adelantos tecnológicos se iban implementando muy poco a poco. Era sobrino por parte de madre del rey Francisco I de Francia, en los albores del siglo XVI, y solía pasar los veranos en el castillo de Clos-Lucé, en el valle del río Loira, acompañado de los reyes y sus primos, los hijos reconocidos del rey. Alex gozaba de un espíritu libre, corría por el campo con los perros de la familia real. Montaba a caballo con gran desparpajo, y por regla general obedecía poco y actuaba casi siempre por su cuenta.
En 1519, un muy enfermo Leonardo da Vinci languidecía en una de las espaciosas estancias del castillo. El cuadro de una misteriosa mujer presidía su dormitorio. Alex pasaba por allí corriendo a sus ocho años, lo que siempre le hacía acreedor de una buena regañina. Corría a charlar con el maestro Leonardo, hablaban durante horas, se hicieron amigos tras los tres años que llevaba el anciano intentando recobrarse de sus achaques en aquel hermoso paraje centroeuropeo. El niño se paraba ante el cuadro de la Gerardini intrigado por su enigmática sonrisa, y pensaba que algún día él querría conocer a una mujer que le obligase a mirarla así, indagando en su profundo misterio. Pero lo que más le gustaba a Alex era inventar. Y sabía que el maestro Da Vinci era el mejor en esas lides. Llegaron a fraguar una amistad tan grande, que Leonardo le confió alguno de sus secretos.
-Ven, que te cuento algo, acércate. Pero es un secreto y no debes referírselo a nadie
–le dijo un día del mes de mayo-. Mira ese halcón en la ventana, lleva varios días ahí.
–le dijo un día del mes de mayo-. Mira ese halcón en la ventana, lleva varios días ahí.
-Es un pájaro majestuoso. ¿Te molesta?
-En absoluto. En ellos me he inspirado para muchos de mis inventos. Acércate.
-No hablaré, lo prometo, pero contadme, señor.
-He inventado un artilugio muy especial que puede ayudar a salvar vidas de heridos en las guerras.
-¿Y qué es?
-No le he puesto nombre. Es una especie de cuartito redondo en el que puedes entrar. Cierras la puerta, y con la ayuda de un motor, unas aspas que tiene en el techo comienzan a dar vueltas muy deprisa, tanto, que es imposible contarlas.
-¿Y entonces? –la curiosidad del niño no terminaba nunca.
-Entonces el cuartito redondo se eleva del suelo… y vuela.
-¿Vuela? ¿Habéis inventado un aparato volador?
-Sí, aunque no he podido llevarlo del boceto al taller para construirlo. No me ha dado tiempo.
-¡Yo lo haré! ¡Yo cumpliré vuestro sueño!
-¡Jojojooo! ¡Qué buen corazón tienes, pequeño Alex! ¡Sin duda un alma de científico!
Pero déjame que te diga algo: ten cuidado. Vivimos en un mundo en que los inventos que pueden ayudar a los demás en su vida diaria son tomados como artilugios del diablo, y podrías acabar alimentando la pira de una hoguera inquisitorial. ¿Sabes a qué me refiero?
Pero déjame que te diga algo: ten cuidado. Vivimos en un mundo en que los inventos que pueden ayudar a los demás en su vida diaria son tomados como artilugios del diablo, y podrías acabar alimentando la pira de una hoguera inquisitorial. ¿Sabes a qué me refiero?
-¡Oh, sí, señor! Las hogueras en que queman a las brujas. Ya he visto algunas arder. Es horrible. ¿Crees que de verdad lo merecían?
-No. Y recuerda bien lo que te voy a decir: la Inquisición es sólo un instrumento del poder para quitar de en medio a personas que molestan, a saber, médicos y expertos en plantas medicinales, inventores, científicos, oponentes a aspirantes al trono, mujeres que niegan sus favores a hombres que luego las denuncian bajo acusaciones falsas de brujería, en resumen, cualquiera que moleste al poder o a cualquier vecino resentido, esos son los peores. Recuérdalo siempre. Debes ser inteligente para no caer en sus redes. Oculta tus intenciones o acabarás en la hoguera, querido amigo.
-Yo quiero inventar.
-Llevas tres años con esa cantinela… mucho me temo que tu vocación es cierta. Entonces, has de saber algo. El boceto de mi aparato volador está oculto bajo la estatua de tu primo el delfín en el jardín, en su parte de atrás. Excava un poco y lo encontrarás, junto con todas las explicaciones para construirlo.
-¡Gracias, lo haré! Ya verás lo bien que funciona…
-Alex, sal de aquí, el rey, tu tío, viene para ver al señor Da Vinci –dijo su madre, que le había buscado por todas partes.
-Sal hijo –le dijo el anciano mientras le daba un beso cariñoso-. Adiós, Alex. Decid a mi ayudante Francesco que quiero verlo –se refería a su discípulo y amigo Francesco Melzi, que llevaba varios años acompañándole y asimilando sus múltiples talentos.
-Adiós, amigo. Luego volveré –dijo el niño un tanto contrariado por la forma en que habían interrumpido su conversación con él, diálogos que tan interesantes se le antojaban siempre.
Alex abandonó la estancia y el rey Francisco I entró sin tardanza. El niño salió al jardín inmediatamente, espoleado por la pasión que sentía por los inventos del anciano, para buscar el boceto que sin duda Leonardo había ocultado personalmente bajo la estatua del delfín de Francia, cuando llegó tres años antes y no se encontraba tan mal, sino que por entonces se había pasado muchas horas en el jardín pintando, y parecía ser que ocultando sus bocetos por ahí. Mientras tanto, en el dormitorio se sucedían las prisas, las carreras y las visitas.
Alex buscó, miró a su alrededor para ver si alguien le observaba, pero no era así, por lo que comenzó a excavar, y, efectivamente, allí había una bolsa de tela de saco, lo abrió y en su interior descansaba un papiro enrollado, atado con una cuerdecita roja.
En el momento justo en que Alex lo sacó del agujero del suelo, Leonardo expiró en brazos del rey, su buen amigo Francisco.
Abrió el rollo y vio el boceto. Era extraordinario. Un habitáculo. Unas aspas. Un motor. Un ingenio. Alex sonrió, y el mismo halcón que volaba sobre el castillo desde hacía días y había acompañado a Leonardo en sus últimos días apostado en su ventana, se posó en su hombro.
Alex comprendió. Su amigo se había ido. Pero, ante aquellos dibujos tan rigurosamente trazados, aquella cascada de datos que prometían el nacimiento de algo grande, miró al cielo y prometió que algún día lo construiría, para recordar así a su amigo que ya volaba entre las estrellas sin ayuda de ningún prodigio de su inventiva.
El gran Leonardo lo vio entre las brumas, y sonrió agradecido por haber vivido aquella amistad tan auténtica entre él y aquel niño de mente inquieta. Sin duda había sido el mejor regalo que la vida le había facilitado los últimos tres años sobre la Tierra, a falta de nietos. Alex había sabido cubrir esa parcela con su ingenio, su ternura hacia él, su alegría, sus desbordantes ganas de vivir, sus ansias de aprender.
Tras observar al inteligente pequeño guardarse el boceto entre sus ropas, Leonardo caminó feliz hacia la luz, mientras Alex miraba al cielo, siguiéndolo con el pensamiento.
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Alex y el Halcón de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons