El
hipócrita
El hombre
tomó la mano de su madre, que languidecía en una cama de hospital. Le habían
diagnosticado un cáncer que la había ido carcomiendo por dentro, hasta haberla
conducido a ese momento, el que todos temían y nadie quería. La mujer, de setenta
nueve años de edad respondía a la mano de su hijo con dificultad, apenas podía
asirla, las fuerzas eran ya mínimas. La esperanza había expirado días antes,
cuando el médico había reunido a la familia para decirle que a su madre, la
mujer más importante de la familia, le quedaban dos semanas de vida siendo
optimistas, las últimas pruebas que le realizaron no dejaban lugar a dudas.
Una
soleada mañana, la madre, que permanecía consciente, tuvo unos momentos de
inusitada lucidez, que a su hijo sorprendió.
-Me voy
con papá, hijo. Lo he visto esta mañana y me ha dicho que si quiero me voy hoy
mismo con él. Qué tranquila me he quedado al verlo.
-¿Has…
visto a papá? Hace ocho años que murió, mamá. No digas esas cosas.
-Por eso
te lo cuento, para que estés tranquilo tú también. Se
presentó ante mí con un aspecto como de treinta años, qué joven y qué
maravilla, qué pelazo largo tenía, estaba guapísimo, Javier. Estoy deseando abrazarlo. Fueron cinco décadas largas las
que pasamos juntos y lo he extrañado mucho.
-Bueno, me
alegro si eso te ayuda a llevarlo mejor.
-Y a ti, y
a toda la familia os ayudará, seguro. Pero yo quería hablar contigo para
decirte que me siento muy orgullosa de ti, hijo. Eres de los pocos políticos
que no han robado a los ciudadanos. Cada vez que veía un noticiario me ponía
mala pensando que tú podrías estar metido en chanchullos parecidos y acabar en
prisión, pero no. Tú eres íntegro, lo has demostrado. Te quiero muchísimo,
hijo.
Javier
bajó los ojos, contrito. Su madre estaba apunto de dejarle para irse hacia las
sombras creyendo en su honestidad, pero él sabía que tal virtud no le adornaba
en absoluto, que había un proceso en marcha y que su nombre iba a salir en
cualquier momento para vergüenza de la familia, que había creído en él
incondicionalmente. Fue cuando agradeció la situación: no quería que su madre
lo viera salir del hospital hacia los juzgados, que era exactamente lo que iba
a hacer, pues tenía cita con el juez en unas horas.
-Me voy
sabiendo que hice un buen trabajo contigo. Ha merecido la pena tanto sacrificio
para que fueras a la universidad. Qué buena cosa es que los hijos de los
trabajadores puedan estudiar como tú hiciste.
Javier
bajó de nuevo la cabeza. Aquello parecía una pesadilla. Apenas seis meses
antes, Javier había votado en el Congreso a favor de la subida de tasas
universitarias que precisamente impediría que la mayoría de hijos de
trabajadores accedieran a la universidad, y que otros miles tuvieran que
abandonar sus estudios por no poder pagarlas.
-¡Mira
hijo, es tu padre! –exclamó la anciana mirando hacia un punto fijo de la blanca
pared, en la cual no se veía a nadie-. ¡Ha regresado a por mí! Qué sed me ha
entrado de pronto… ¿podrías traerme un vaso de agua?
-Claro mamá,
enseguida vuelvo.
Javier se
levantó de la silla de acompañante de la habitación individual de aquel famoso
hospital privado. Se dirigió a la máquina de agua y refrescos del pasillo.
Metió una moneda y sacó un botellín de agua. Regresó a la habitación, pero
cuando lo hizo y abrió la botella de agua para echarla en el vaso, se percató
de algo: su madre ya no necesitaba el agua.
Había
fallecido.
Y lo había
hecho creyendo que su hijo era un héroe de la política en un momento en que la
corrupción era moneda corriente y muchos de los políticos solían acabar en
prisión.
Javier
comprendió y se sentó a lado de ella tomándole de la mano, rompiendo a llorar
desconsolado.
Él era un
sinvergüenza, un psicópata de tantos metido en política exclusivamente para
hacerse rico, y que había sido lo bastante hábil como para tener engañada a su
propia madre durante años. Su madre murió creyéndole honrado. Pobre mujer,
mejor para ella irse sin conocer la verdad. En ese momento la empatía regresó
al corazón de Javier, que no podía dejar de mirarla, abochornado. Podía engañar
a millones de ciudadanos, pero nunca a su propia madre, que merced a sus
creencias, desde entonces lo vería actuar desde el otro lado y conocería su
miserable verdad: que no había hecho un buen trabajo con él y que más le habría
valido haber abortado cuando tuvo ocasión, pues su hijo robaba dinero del
estado y legislaba para hundir a los humildes y proteger a otros ladrones de la política como él. Su
hijo contribuía a hacer de este mundo un lugar peor para vivir.
Pero la
verdad es tozuda y le esperaba apenas dos horas después. En el juzgado. Bajada
de ojos. Lágrimas. Nunca suficientes.
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