Da capo
-¡Shiss, hija!
Cállate -susurró la joven madre-. Ya viene.
La madre puso
su mano sobre la boca de su hija. Estaban vivas de milagro. Un virus extraño producido por la
presencia excesiva de químicos en los
productos de consumo generalizado, se había apoderado de los ciudadanos de sexo
masculino entre los veinte y los sesenta años, mientras duraba su plenitud
procreadora, y, tras una transformación absolutamente espeluznante, el nuevo
monstruo de cada casa comenzaba a matar a cualquiera que se cruzase en su
camino.
Ninguno de
ellos mataba con sus manos, eran monstruos nacidos de la tecnología, les gustaba valerse de motosierras, armas automáticas, batidoras a pilas, todo tipo de herramientas o cualquier cosa que
hiciese ruido y pudiese a la vez matar... eso hasta que culminaba su conversión
que duraba una hora y durante la cual perdían los dedos para ganar pezuñas... y
entonces ya solo valían zarpazos y mordiscos.
Rugían vestidos
de marca porque ese era el aspecto que tenían cuando les llegó el primer brote,
afectaba más a gente adinerada. Y con un ataque era suficiente. Babeaban como
bulldogs, manchándose sus caros trajes que reventarían cuando su anchura de
torso creciese. Y ese sería su aspecto hasta que les llegase la muerte, el de
felinos gigantes harapientos, desenlace que sucedería indefectiblemente a las
tres horas del brote. Podían correr, pensar, razonar, porque en la práctica
seguían vivos, pero sin reconocer a ninguno de los suyos, ni familiares, ni
amigos, ni meros conocidos, ni demás figurantes de la vía y lugares públicos,
identificándolos a todos como enemigos a batir. Víctimas de brotes psicóticos.
Condenados a matar y a morir. Nada que perder. Los soldados perfectos.
Shania
temblaba. Era un lunes, llovía a cántaros y había que levantarse para ir al
colegio. Se levantó bostezando. Bajó a la cocina para desayunar. Su madre hacía
tortitas y su hermana pucheros mientras daba pequeños mordisquitos a una
tostada con mantequilla y mermelada, pero el sueño la vencía. De repente la
pequeña miró hacia el pasillo y vio a su padre entrando y saliendo del gran
salón, agarrándose a él mismo por la pechera, como convulsionando. Dio grandes
voces, pero esa voz no era la de su padre: rugía. Y su rostro se fue
contrayendo, surcado de nuevas arrugas que de pronto se tatuaron en su piel a
fuego. Y fuego era lo que parecía que el hombre sentía. Un pelo abundante, largo y rubio cubrió poco
a poco cada centímetro de su piel. Rugía como alimaña que huye de cazador
impenitente.
Su padre,
vestido impecable para ir a la oficina, sufría terriblemente ante los ojos
asustados de sus hijas.
La pequeña
Caroline de seis años emitió un gritito, huyó por la puerta de la cocina y se
perdió en el bosque que rodeaba la casa.
Sin embargo, la
madre y la otra niña mayor no lo vieron entrar en la cocina, y cuando quisieron
acordar, el hombre irrumpió en la sagrada estancia blandiendo una desbrozadora
a batería, la corbata ladeada, la boca rezumando babas.
Las dos
salieron corriendo de la casa por la
puerta de servicio desde la cocina misma, metiéndose en su refugio secreto en
la parte de atrás de la casa, lugar que solo conocían la madre y las niñas.
Da capo.
-¡Shiss, hija!
Cállate -susurró la joven madre-. Ya viene.
La niña se
serenó, pero su pánico regresó en cuanto vio las suelas de los zapatos de su
padre a través de la luz de una rendija de la puerta que las cobijaba. Sonaba a
ruido de sierra mecánica. Shania se tapó la boca con las manos apretando muy
fuerte. No podían permitirse ni un solo estornudo, eso podría darle pistas de
su escondrijo. Y eso era justo lo que no necesitaban.
La máquina se
cayó al suelo, y dejó de sonar. El hombre se alejó de la puerta oculta por un
lecho de hojas secas. Ellas salvaron la vida.
Qué suerte que
los hombres nunca ven lo que tienen delante.
Ya solo faltaba
Caroline.
La encontraron
agachada, acariciando al cuerpo de un león que yacía sin vida. Sin duda habían
pasado las tres horas de rigor, la niña había sido afortunada, aunque siempre
les quedaría la duda de si el león habría reconocido y respetado a su hija.
Solo la niña sabía el tiempo que estuvo con él, y ella nunca quiso hablar del
asunto.
Tras el suceso,
la madre se reunió con sus hijas, mirando como se llevaban al que una vez había
sido su marido... un león de enormes dimensiones, porteado por varias personas,
tal era la envergadura de su marido una vez convertido.
Había llegado
la hora de viajar al búnquer de casa de su madre, a mil kilómetros. La vida de
tres personas solo puede salvarse haciendo pleno una vez, no iba a arriesgar
más la vida de sus hijas.
Empezarían de
cero, desde el principio, da capo...
Aunque esto es
una ficción, el mensaje va para los científicos pagados por gobiernos o por
empresas: cuidado con lo que fabricáis en vuestros laboratorios, podríais ser los que iniciéis el
principio del fin de todo y de todos. El mundo apela a vuestra responsabilidad.