Relato: Toulouse to lose
París, 1892
"La estrella o bailarina en escuela". Degas, 1878 |
Henri asistía al Moulin Rouge como cada
noche. Le gustaba moverse entre la farándula, los ilustres que pululaban por
allí, pero sobre todo, entre las chicas. Henri estaba obsesionado con una de
ellas, Camille Couret, que brillaba entre las otras por parecer la menos
llamativa de todas. Camille gozaba de una juventud carente de ilusiones, pero
las lágrimas de su hijo cada día le obligaban a ejercer como bailarina muy a su
pesar. Con aquel empleo lo alimentaba y vestía profusamente en un París tan
gris como la masa de pobres que la surcaban desde el Sena hasta Montmartre. Aquel
barrio tan cuajado de estrellas del arte que sólo caminando por sus calles se
alimentaba el espíritu, los talleres, los pintores callejeros, la bohemia que
desprendía cada poro de piel entre aquellas añejas cuestas e interminables
escaleras.
Camille no era especialmente guapa, pero su rostro desprendía una
dulzura que tanto había extrañado él en su infancia. Por eso la miraba casi sin
pestañear, sus evoluciones con las demás chicas sobre el escenario, las piernas
desnudas al aire, los pechos enhiestos y expuestos a las miradas curiosas del
público, hombres, y también mujeres.
Henri no sabía si ella se sentía también
fascinada por él. Nunca habían hablado, pero lo que él de verdad buscaba era
una musa que le impulsase a abandonar su afición por los bares y le devolviese
la pasión por los pinceles. Y lo estaba consiguiendo. Cada noche, cuando Henri
regresaba a aquel ático frío y añejo que le servía de refugio, taller y hogar,
tomaba un pincel de los mil que proliferaban en aquel cuartucho y comenzaba a
pintar a la bailarina de memoria. Pensaba que lo hacía para no olvidarla, el
caso es que entre trazo y pincelada se juntó con una buena colección de cuadros
y carteles publicitarios sobre ella, tantos, que los amigos del pintor decían que Toulouse-Lautrec era el pintor de los cabarets y la
vida nocturna de París. Nunca se lo había planteado así, pero un día en el
Moulin se encontró con un marchante de arte que quiso ver sus cuadros. Henri no
quiso decirle lo mucho que aquella bailarina de aspecto vulgar le inspiraba:
prefería que fuese el mismo Arthur Piaget el que descubriese su secreto. Cuando
Piaget los vio no pudo contenerse, y captó a la primera que tenía ante sí uno
de aquellos nombres que el tiempo iba a glorificar y conservar. Organizó una
gran exposición en una sala que su empresa poseía en plena Plaza de la Opera,
en el corazón de la ciudad.
Los cuadros y los carteles tuvieron una gran aceptación. La sala permanecía
llena a todas horas y se vendieron gran cantidad de las casi doscientas obras
que pendían de sus paredes. Por fin podría justificar su procedencia noble
manteniéndose él mismo con su esfuerzo, sin depender de los títulos nobiliarios
que adornaban sus apellidos. Henri se estaba convirtiendo en una celebridad de
un día para otro, y ya mucha gente le paraba por la calle, unos para
felicitarle, otros para maldecirle por considerar que su obra glorificaba un
oficio que no creían digno de ser mostrado en plena calle a espíritus puros.
Plaza de la Ópera, París. |
Especialmente doloroso fue un encuentro
de Camille Couret con el artista. Cuando ella supo que alguien se estaba
lucrando enseñando sus partes íntimas en plena Plaza de la Ópera, montó en
cólera, y lo buscó por todas partes hasta que dio con él. Un día se encontraron
en la cima del monte en el que las obras del Sacre Coeur parecían no terminar
nunca.
La joven se plantó ante Henri y le gritó
de muy malos modos y los brazos en jarras:
-¡Hey! ¿Ya eres millonario? De todas las prostituciones posibles,
ésta es la peor, ¡la que deja fuera a la modelo de tanto arte y condena a
tantas a seguir revoloteando entre la basura!
-Había imaginado mi primer contacto con mi musa de otra manera más
pausada, suave, como eres tú –le dijo mientras acariciaba la piel de su rostro.
-¿Y cómo soy yo? ¿Una palurda levantando las piernas para que los
que la miran desde debajo fabulen sobre sus atributos hasta que revientan de
tanto amor contenido? Porque yo los veo polucionar, desde arriba se ve todo.
Eso soy yo: una simple prostituta que consigue vaciar a quinientos hombres por
noche a distancia sin que la toquen, eso sí es arte, amigo. Ni siquiera me
sabía musa de pintor.
-Calla. No lo estropees, no pierdas el encanto que tanto me ha
costado plasmar. He creado una Camille a la que amo desesperadamente, pero,
¡ay! estamos en pleno Romanticismo y eso me aboca a un final amargo, sin
musa, pero repleto de amor…
-¿Sí? Pues muy bien. Hagamos algo. Yo sigo siendo tu musa, incluso
posaré para ti si lo deseas, con ropa, sin ella, vestida solo de saliva si eso
quieres, pero tú me retribuirás por ello. Estás utilizando mi imagen para crear
tu propio mito.
-Te equivocas –dijo comenzando a entender
que la tristeza era la única sombra que ya nunca le abandonaría-. Mi empeño no
es ser un mito, ni utilizar a nadie ni mucho menos pagarle por posar para mí
como hacen algunos triunfadores que viven y trabajan en este barrio. Yo sólo
quería pintar. Mi retribución hacia ti está clara. Te he regalado la
inmortalidad. Nadie hará nada parecido por ti.
-La inmortalidad no aplaca el hambre –y
dándose la vuelta, desapareció por alguna de las callejuelas parisinas.
Se quedó pensando. ¿Y si ella tenía
razón? ¡Qué bonito sería recibirla en casa y que posase para él! Tal vez
acabaría por enamorarla y hacerla suya. Un traje de saliva, nada le inspiraría
más que confeccionarle uno con su lengua, pero… aquella gitana le había
predicho que jamás sería amado por las musas… por musas vulgares, pero nada dijo
de musas delicadas, pulcras y elegantes que se mezclaban entre sí, y que
esperaban agazapadas entre los recovecos del cabaret para cazar un artista del
que enamorarse y al que entregarse a cambio de besos y humeantes croissants al amanecer. Aunque el artista midiese
escasos 1,60 metros ,
pues entendían que pasar hambre era peor y, al fin y al cabo, el talento de un
hombre no residía en su estatura, sino en dos lugares muy concretos: su cerebro
y su entrepierna, extremo que todas las mujeres del cabaret conocían muy bien.
Esa clase de amor siempre entrecomillado.
Así que, él tenía que perder a Camille,
necesitaba la desazón del loco bohemio parisino, la tristeza crónica, el
esplín y el sino negro, lo entendió todo de golpe y ya nunca volvió a hablar
con ella. Un ser que escondía bajezas que él no iba a plasmar, porque sus ojos
no las veían. Se veía condenado, pero la vida siempre trata de sorprender, y a
Henri le sucedió eso mismo.
Camille era inmortalidad pura, pero dejó
de ser su musa de un día para otro, en que otra de las bailarinas se le ofreció para posar para él a
cambio de comida. Ella llegó un día, se despojó de toda prenda, se tumbó, y se
ofreció a él sin límites, y así Henri pudo explorar sus misterios fascinado y
con tal fruición, que todo el edificio de cinco plantas reverdecía de envidia,
gritando ambos de gozo en plena noche, complaciéndose hasta la extenuación. Él
la pintaba sin parar, entre cópula y caricia, en una celebración del arte y del
placer a partes iguales. Jane Avril, a la que el bajito artista llamaba Salomé
en homenaje a su amigo Oscar Wilde, era bellísima y pasional, cuerpo perfecto,
pechos memorables que aún no habían amamantado, labios gruesos y entrabiertos
que sugerían tragarse mil locuras, un volcán de infinitas delicias que le hizo
olvidar a Camille, un regalo que enloqueció al pintor, centrarse en ella,
amarla como a ninguna otra, saberse su sexo de memoria hasta poder pintarlo con
los ojos vendados.
Sin embargo, la gitana acertó, y Jane un
día se marchó y no se volvieron a ver. Sólo quedaron sus cuadros, que por fin
un día dejó de mirar para centrarse en su perpetua tristeza.
Pero, quedaba el recuerdo de lo que aquel
amor fue, y consiguió en su casa a diario y de madrugada entre pincelada y
pincelada lo que todas ellas habían logrado cada noche en aquel cabaret: una
explosión de amor general
en la platea y el regocijo de todos los concurrentes, sudorosos, ligeramente
avergonzados, jadeantes, corridos… mientras todas ellas, pezones henchidos de
plenitud y triunfo, sabían que por aquella noche ya habían cumplido.
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