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jueves, 17 de diciembre de 2015

El sentido de su vida




El sentido de su vida


Cada noche miraba al cielo a través de las gastadas ventanas de madera. Esperaba ver algo extraordinario, algo que le sacara de su triste rutina, de casa al trabajo y del trabajo a casa. Su empleo como operario en una cadena de montaje de una fábrica de coches, le sumía en la infeliz impresión de que su existencia no podía servir sólo para hacer siempre exactamente lo mismo, día tras día, año tras año, toda la vida, su única vida. 

Tras una jornada más de agotadora rutina, ya en el lecho, cuando estaba a punto de dormirse sintió que algo tiraba del él hacia arriba, tanto, que se vio flotando fuera de su cuerpo mientras aquel parecía tranquilamente dormido. Se rehizo del susto y decidió dejarse llevar. Volaba etéreo, sin frío ni calor, ni hambre ni sed, sólo una ligera calidez que elevaba y embelesaba. Voló durante instantes que parecieron días, recorrió el mundo y acabó flotando en el espacio exterior, buscando descanso sobre una estrella. Se asomó a una que no era el sol, y miró hacia uno de sus planetas. Se parecía a la Tierra. Era azul y marrón. Mar y tierra.
Se asomó y lo que vio le sorprendió: un planeta con ciudades integradas en la naturaleza, con tecnología ecológica, gentes que caminan y se saludan sonrientes, niños jugando en maravillosos jardines… El hombre era feliz al ver aquello, y sin haberlo previsto pensó que quería quedarse allí, en ese paraíso.

Cuando se disponía a proyectarse sobre el planeta, un tirón muy fuerte le devolvió a la cruda realidad. Despertó en su cuerpo, un tanto mareado y sorprendido por lo que había visto. Entonces sintió la necesidad de saber en qué estrella había estado, así que se asomó a la ventana, sacó su viejo telescopio y comenzó a escudriñar el universo en busca de aquel planeta de ensueño.
 

Desde entonces su vida había cobrado un sentido. Se convirtió en un astrónomo aficionado muy valorado entre la comunidad científica. Su trabajo en la fábrica dejó de atormentarle. La solución a su monotonía la tenía delante: el cielo.




Y con esto os dejo hasta después de las fiestas. ¡Nos vemos en 2016! ¡Divertíos!







El sentido de su vida de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons

jueves, 3 de diciembre de 2015

Lo incomprensible




Lo incomprensible


La madre entró en la habitación de su hijo de once años sin llamar. Siempre había tenido ese defecto. Pero lo que vio le cerró la boca. Varios días antes se había dirigido a él, intrigada.
-¿Con quién hablas cuando estás en tu cuarto? Que yo sepa no te he comprado un móvil. Sabes que no lo tendrás hasta los catorce años.
-Pero sí tengo ordenador, y una buena conexión a internet. No puedo decirte más.
Y así había acabado la conversación. Estaba claro que su hijo hablaba con alguien desconocido a través de la pantalla. Aquel día no dijo nada más, pero siempre tuvo la mosca detrás de la oreja. Y cuando aquella tarde le oyó hablar de nuevo, no pudo reprimirse y entró. Y, como decía, lo que vio le aterrorizó.
El monitor mostraba la imagen de un ser que no llevaba ropa, era alargado de talle, de piel marrón claro, con unas grandes orejas de soplillo que salían al menos quince centímetros de la cabeza, que carecía de pelo, y cuya boca era circular, y su nariz era un tubo acabado en un anillo grueso en la punta. Los ojos eran grandes y almendrados. Parecía estar sentado, y hablaba cuando ella entró. Su voz era gutural, probablemente como consecuencia de aplicarle un programa decodificador y un traductor al castellano. La voz sonaba distorsionada.
-No te preocupes, X-19, se trata de mi madre. No puede estarse quieta.
-¿Qué es eso? –preguntó ella visiblemente inquieta.
-Mamá, te presento a X-19, mi amigo de las estrellas. Es extraterrestre.
-En… cantada –contestó sin saber bien cómo reaccionar.
-Mamá, X-19 y yo llevamos días charlando sobre cómo es la Tierra y cómo somos nosotros los terrícolas. Pero hay cosas que a él le cuesta entender.
-No entiendo concepto tuyo de vida. Tú explica –dijo el ser.
-Pues es así. El planeta está dividido en trozos. Cada uno nace en un trozo y digamos que ese ser pertenece a ese trozo.
-¿Trozos?
-Sí, pedazos de tierra, porciones… se dice de muchas maneras: países, naciones, regiones. Todo eso es porque cada trozo habla una lengua distinta y sus costumbres también sos distintas.
-Eso entiendo. Pero no entiendo tú naces en trozo y no puedes ir a otro trozo.
-No puedes sin unos papeles, unos documentos que te piden. Si vas a otro trozo sin pasaporte o visado, no te dejarán pasar, aunque en tu trozo haya guerra, no quede nada que comer o corras peligro.
-¿Pero no ser todos habitantes de planeta? ¿Para andar por planeta necesita papeles?
-Eso es. Ya lo vas entendiendo.
-Tú dijiste antes, “no quede nada que comer”. ¿No comen todos?
-No. En la Tierra hay unos pocos seres que tienen el acceso a toda la comida, pero la mayoría pasa hambre y muere por eso.
-No entiendo si hay comida porque no todos comen.
La madre empezó a sentirse más cómoda al comprobar que el ser se sorprendía de los defectos y desigualdades de este mundo.
-Porque unos pocos poseen la riqueza y explotan al resto para conseguir dinero para comida.
-¿Dinero qué es?
-Es… uff…
-Deja que yo te ayude –dijo la madre-. Dinero son trozos de papel o piezas de metal fundido a los que se le da un valor. La gente trabaja para conseguirlos, y luego tú vas a algunos sitios con esos papeles o esos trozos de metal y los das a cambio de comida y lo que necesites. ¿No pasa lo mismo en tu mundo?
-No, mamá –dijo el ser, pensando que aquel era nombre de la mujer-. Nosotros comemos. Todos comemos. No dinero. No trozos. Nosotros andamos libres por planeta. No papeles. Nosotros nacemos, crecemos, tenemos hijos, y comemos siempre. No trabajar, sólo vivir, comer, viajar. Quien quiere hace cosas, quien no quiere no hace.
-¿Y os matáis entre vosotros? Nosotros sí. Hemos inventado la guerra. En la guerra muere mucha gente. Mueren niños. Eso es lo peor.
-¿Matáis? ¡No, matáis no! Nosotros tenemos paz. No daño, no enfados. Cuidamos niños, amamos. Amamos a todos. Vivimos muchos siglos. Yo tengo doce.
-¿Doce siglos? ¿No tenéis enfermedades?
-Doce. No enfermedades.
-¿Y religiones? ¿Tenéis dioses?
-No. ¿Qué es “dioses”?
-Si no los tenéis, mejor que no empecéis con eso. Os va mejor así, créeme.
-Yo veo que no quiero planeta con enfermedades, guerras, trozos, hambre. No ir a la Tierra. No entendemos.
La madre y el chico se miraron. Tampoco lo entendían. El ser dijo adiós y ya nunca volvieron a saber de él.
Pero la conversación se quedó para siempre en el corazón de ambos. Había planetas en los que la gente no poseía la tierra, era de todos por el simple hecho de haber nacido, y por ese mero hecho también se comía, todos lo hacían. Y no conocían las guerras, los territorios, el dinero que todo lo corrompe, las religiones que siempre han sido causa de desencuentros entre los seres humanos. Todo ello convertía al planeta de los humanos en una sociedad incomprensible para otras civilizaciones.
Para ellos y también para los atribulados habitantes de la Tierra.





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