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jueves, 10 de marzo de 2016

El llanto entre las telas



El llanto entre las telas
Manhattan, 25 de marzo de 1911


Sarah lloraba. Había salido ilesa de aquel infierno, pero su vida ya nunca volvería a ser la misma desde entonces. Había ido a trabajar como siempre desde los últimos años, pero nadie pudo prever lo que aquel día ocurriría en la fábrica de camisas neoyorquina situada en pleno Manhattan. Sería aquella una fecha que a muchos nunca se les borraría de la memoria.
Alguien muy atontado, o muy malintencionado, todo podría ser, habría tirado una colilla encendida en una papelera llena de restos de tela, aunque esa teoría se desmentía sola, pues el mismo fumador seguramente perdió la vida aquel día. O el fumador hacía gala de muy pocas luces, o su despiste había sido monumental. 
El fuego se extendió con rapidez por toda la sala, pues las telas hacían de improvisado combustible. Las mesas que sustentaban las muchas máquinas de coser fueron abandonadas inmediatamente. Las mujeres y también algunos hombres que allí trabajaban desfilaron con rapidez hacia las escaleras de acceso buscando la salida. El humo ya empezaba a llenarlo todo y el fuego se estaba extendiendo hacia las dos plantas colindantes, la séptima y la novena de aquel edificio de diez plantas. En poco tiempo, el edificio entero presentaba un aspecto de antorcha. Los neoyorquinos que pasaban en aquellos momentos por la calle se paraban a mirar, pasmados por el espectáculo. Se oían golpes y gritos tras las diferentes puertas, como la principal o la de mercancías, pero nadie podía salir: durante las horas de trabajo estaban selladas para todo el mundo, para evitar así el robo de género por parte de los y las trabajadoras. Una trampa mortal. La gente desde fuera golpeaba las puertas para intentar abrir una vía de escape que ayudase a aquellas personas atrapadas, pero resultaba imposible echar abajo aquellas puertas de madera maciza solo propinándole patadas. 
Sarah se encontraba en el décimo piso, dos más arriba de donde todo empezó. Un grupo de quince trabajadoras intentaron abrir la puerta de la azotea para poder respirar, pero estaba cerrada, así que la única opción de aquellas mujeres era pedir ayuda por las ventanas que daban hacia una calle principal. Las llamas llegaban cuando algunas de ellas tomaron una decisión.

-Miriam, ¿qué vas a hacer? –preguntó Sarah entre hipidos.
-No quiero morir quemada, es mejor que si es inevitable sea lo más rápido posible.
-Pero van a venir los bomberos y nos salvarán, lo verás.
-No esperes que eso ocurra. El incendio ha sido provocado por los jefes. Ya están hartos de nuestras reivindicaciones y han decidido cortar por lo sano. Nadie tira una colilla en un cesto lleno de tela, algo así sólo puede ser provocado intencionadamente, es más, nadie debería fumar en una fábrica que trabaja con telas. Quieren deshacerse de nosotras, nuestras huelgas les cuestan dinero. Los bomberos no vendrán, pero el fuego sí. Adiós pequeña Sarah –y diciendo esto se tiró por la ventana desde el piso décimo. Un ruido seco se oyó al impactar su cuerpo contra el suelo. Sarah lloraba.

Otras mujeres decidieron hacer lo mismo, y se tiraron sin pensarlo mucho. Antes morir por una caída, que debatiéndose de dolores por quemaduras que podrían alargar la agonía hasta límites insospechados. 
Sarah regresó a las cercanías de la sala en la que el fuego ya se extendía a sus anchas, y cogió una vara de hierro que estaba caída en el suelo. La vara quemaba como el ambiente, que resultaba abrasador en algunas zonas del edificio, pero eso no le amilanó, se protegió las manos con su pañuelo del cuello, y salió de allí. Regresó hacia la puerta de la azotea y comenzó a golpear la puerta con la vara hasta abrir un boquete en ella. Sus compañeras, otras seis mujeres a las que les había faltado el valor para arrojarse por la ventana, buscaron objetos contundentes que yacían por los alrededores ya casi ruinosos para ayudarle en su empeño por salvar la vida. Entre todas golpearon la puerta en su centro. En pocos instantes, y cuando el fuego ya se aproximaba hasta donde ellas se encontraban, la puerta quedó destrozada y pudieron salir a la azotea. Allí al menos podrían respirar hasta que llegase la ayuda.
Y la ayuda llegó. Los bomberos desplegaron sus kilométricas escaleras y alcanzaron la azotea donde las siete mujeres se encontraban acurrucadas, asustadas, pero todavía respirando, todavía vivas. Las descendieron poco a poco y con sumo cuidado hasta la calle. Ellas tuvieron suerte, otras ciento cuarenta y seis dejaron la vida en aquel siniestro que la ciudad de Nueva York nunca pudo olvidar, y Sarah tampoco. 

Pero en el seno de la sociedad neoyorquina, el accidente, que así se publicitó, removió una serie de conciencias que derivó en una mejora en los derechos laborales de todos los trabajadores en Estados Unidos, y una consolidación a nivel internacional de un día que conmemorase aquel desastre y lo que supone a día de hoy como símbolo de lucha para los trabajadores, y en particular para ellas, que por entonces recibían la mitad de salario que un hombre por el mismo trabajo. Muchas de aquellas mujeres, era cierto, habían luchado desde hacía años en la calle por sus derechos y acabaron convirtiéndose en símbolos de la lucha obrera.
Tras despertar de la pesadilla, a menudo llegaba a la memoria de Sarah la última mirada de su compañera y amiga Miriam, antes de saltar hacia su final. Fue su decisión, aunque Sarah siempre pensaba que la lucha no debía circunscribirse solamente a mejorar las condiciones laborales: aquel día había tocado cambiar las pancartas por coraje, frialdad ante el posible final, y fuerza para luchar por evitarlo y preservar lo más importante: la vida.
Ella lo había logrado. Desde entonces siempre miraría al cielo buscando justicia.


          Que nadie las olvide.
          In memoriam.




El llanto entre las telas de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons



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