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viernes, 20 de mayo de 2016

La paciencia del sediento





 La paciencia del sediento


Tanto tiempo vagando por una tierra inhóspita, el sol clavado en el cielo, asustando a las nubes para que no le oculten a nuestros ojos, ninguna vegetación, tierra marrón, seca, enormes extensiones de campo baldío, árido, pedregoso a veces, inabarcable con la vista. Te podrías perder en él a los cinco minutos de llegar. Sin agua. Sin animales para aplacar nuestro apetito. Andar y andar de noche, dormir de día, montar las tiendas, desmontarlas al anochecer y plegarlo todo. Y andar, andar, horas y horas bajo la noche sombría. 
Las estrellas nos guían y alumbran nuestros ciegos pasos. Bestias se ocultan bajo los granos de arena. Serpientes. De las que te ven y se ponen de pie, mirándote desafiantes. Te miran, te examinan, te tantean para ver cuáles son tus intenciones. Si te mueves estás perdido. Si te quedas quieto, llega un momento en que al dejar de verte como una amenaza, pero no corresponder con sus gustos gastronómicos, vuelven grupas y se van.
Y tras ese susto, esperando el siguiente. Tormentas. No de agua truenos relámpagos, claro, sino de arena. Paredes de mucha altura que se lo comen todo a su paso. Si te alcanza una de esas, igualmente estás perdido. Su fuerza es tal que te absorbe, te obliga a girar, te lanza, te desplaza para caer en cualquier sitio, y el resultado es que puede hurtarte la vida, sin timideces u otras consideraciones: ante una tormenta de arena no sobreviven privilegios, solo casas bien construidas. Son los tornados del vacío. Eolo colérico, Ra mirando hacia otro lado.
Sin embargo, tiene algo el desierto que hechiza. Mires por donde mires, ves la nada o tal vez el todo que le espera a la Tierra en un futuro cercano. Planetas inhóspitos que nunca veremos, pero que sin duda se parecen a esta inmensidad de obstinada sequedad. Aridez, pero vida, mucha vida oculta bajo los interminables pedregales. Y qué decir de esas imágenes que se proyectan en el horizonte pero a las que nunca llegamos por más que apuremos el paso. Suelen representar promesas de agua abundante y vegetación con frescos frutos que aplacarían la sed de la multitud que hoy somos. La mente utiliza el desierto para proyectar sus deseos, que aquí se resumen en tres: agua, comida, descanso.
La amiga que me acompaña desde hace tiempo no puede más. Había sido una jornada muy dura entre piedras, el viento no paró de frenar la marcha pues pegaba de frente en medio de la noche. La aurora se plantó ante nuestra vista de la forma más inesperada, aunque deseada, pues por fin podríamos descansar unas horas. La muchedumbre reclama aplacar sus necesidades. Yo tampoco puedo más. Llevo la lengua pegada al paladar, y el agua que cargamos en vasijas escasea y debe racionarse. Ella se cae de cansancio y debilidad.
-No llores, pequeña. Ya estamos llegando –dijo el anciano que caminaba trabajosamente apoyado en su viejo cayado mientras oteaba el horizonte con sus ojos expertos.
-¡No! ¡No estamos llegando! ¡Llevamos casi cuarenta años llegando! ¡Y no me llames pequeña, que estoy con la menopausia, Moisés, joder!
Cuarenta años atravesando desiertos. Eso es viajar. Lo demás son tonterías.
¿Podríamos nosotros hoy emprender un viaje semejante? Algo sí tenemos en común con ellos: el agua sigue siendo el mayor de los tesoros y la desertización una amenaza que se extiende poco a poco hasta engullirnos. Preparémonos para apreciar al menos la belleza del escenario que se acerca. Ya viene.




La paciencia del sediento de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons






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