La paciencia del sediento
Tanto
tiempo vagando por una tierra inhóspita, el sol clavado en el cielo, asustando
a las nubes para que no le oculten a nuestros ojos, ninguna vegetación, tierra
marrón, seca, enormes extensiones de campo baldío, árido, pedregoso a veces,
inabarcable con la vista. Te podrías perder en él a los cinco minutos de
llegar. Sin agua. Sin animales para aplacar nuestro apetito. Andar y andar de
noche, dormir de día, montar las tiendas, desmontarlas al anochecer y plegarlo
todo. Y andar, andar, horas y horas bajo la noche sombría.
Las
estrellas nos guían y alumbran nuestros ciegos pasos. Bestias se ocultan
bajo los granos de arena. Serpientes. De las que te ven y se ponen de pie,
mirándote desafiantes. Te miran, te examinan, te tantean para ver cuáles son
tus intenciones. Si te mueves estás perdido. Si te quedas quieto, llega un
momento en que al dejar de verte como una amenaza, pero no corresponder con sus
gustos gastronómicos, vuelven grupas y se van.
Y
tras ese susto, esperando el siguiente. Tormentas. No de agua truenos
relámpagos, claro, sino de arena. Paredes de mucha altura que se lo comen todo
a su paso. Si te alcanza una de esas, igualmente estás perdido. Su fuerza es
tal que te absorbe, te obliga a girar, te lanza, te desplaza para caer en cualquier
sitio, y el resultado es que puede hurtarte la vida, sin timideces u otras
consideraciones: ante una tormenta de arena no sobreviven privilegios, solo casas
bien construidas. Son los tornados del vacío. Eolo colérico, Ra mirando hacia
otro lado.
Sin
embargo, tiene algo el desierto que hechiza. Mires por donde mires, ves la nada
o tal vez el todo que le espera a la Tierra en un futuro cercano. Planetas
inhóspitos que nunca veremos, pero que sin duda se parecen a esta inmensidad de
obstinada sequedad. Aridez, pero vida, mucha vida oculta bajo los interminables
pedregales. Y qué decir de esas imágenes que se proyectan en el horizonte pero
a las que nunca llegamos por más que apuremos el paso. Suelen representar
promesas de agua abundante y vegetación con frescos frutos que aplacarían la
sed de la multitud que hoy somos. La mente utiliza el desierto para proyectar
sus deseos, que aquí se resumen en tres: agua, comida, descanso.
La
amiga que me acompaña desde hace tiempo no puede más. Había sido una jornada
muy dura entre piedras, el viento no paró de frenar la marcha pues pegaba de
frente en medio de la noche. La aurora se plantó ante nuestra vista de la forma
más inesperada, aunque deseada, pues por fin podríamos descansar unas horas. La
muchedumbre reclama aplacar sus necesidades. Yo tampoco puedo más. Llevo la
lengua pegada al paladar, y el agua que cargamos en vasijas escasea y debe
racionarse. Ella se cae de cansancio y debilidad.
-No llores, pequeña. Ya estamos llegando –dijo
el anciano que caminaba trabajosamente apoyado en su viejo cayado mientras
oteaba el horizonte con sus ojos expertos.
-¡No!
¡No estamos llegando! ¡Llevamos casi cuarenta años llegando! ¡Y no me llames
pequeña, que estoy con la menopausia, Moisés, joder!
Cuarenta
años atravesando desiertos. Eso es viajar. Lo demás son tonterías.
¿Podríamos
nosotros hoy emprender un viaje semejante? Algo sí tenemos en común con ellos:
el agua sigue siendo el mayor de los tesoros y la desertización una amenaza que
se extiende poco a poco hasta engullirnos. Preparémonos para apreciar al menos la belleza del escenario que se acerca. Ya viene.