Usamos cookies propias y de terceros que entre otras cosas recogen datos sobre sus hábitos de navegación para mostrarle publicidad personalizada y realizar análisis de uso de nuestro sitio.
Si continúa navegando consideramos que acepta su uso. OK Más información | Y más

Buscar este blog

jueves, 21 de abril de 2016

Sheridan de Attawapiskat (Una realidad incómoda)




Sheridan de Attawapiskat
(Una realidad incómoda)






-¡Shery, Shery, no! ¿Por qué? –La madre de la niña lloraba por la decisión de su hija.

-Nosotros vivimos mal. Somos una comunidad indígena del norte de Canadá, en Ontario, a 1600kms de Toronto –dijo el jefe de la reserva al periodista que se acercó al pueblo ante la noticia del suicidio de Sheridan-. Aquí el paro es del 70%. Mira cómo vivimos, en barracas, en remolques, en tiendas de campaña. No tenemos calefacción, ni agua corriente, ni luz. Los que no desean suicidarse se mueren de frío. Los demás beben en demasía y toman drogas para sobrellevar esta realidad tan dura. En invierno el pueblo queda aislado y solo se puede llegar volando.

-¿Cree que los diferentes gobiernos pecan de racismo hacia ustedes?

-No solo lo creo, lo afirmo, para vergüenza de un país que vive en la opulencia, pero que deja morir a sus indígenas. Sin embargo, a solo 90 kilómetros hay riqueza. Una mina de diamantes cuyos beneficios no se perciben aquí. Son recursos de la tierra que alguien decide llevarse sin dejar su impronta en la población en la que se encuentran. Los servicios públicos son mínimos, la educación menos que eso. Pero los niños siguen naciendo a pesar de todo, y la desesperación es tal, que cuando van creciendo y tomando conciencia de esta realidad tan descorazonadora, una sola idea les atenaza: la del suicidio. Se ha registrado varios intentos de suicidio colectivo, pero para las autoridades todo ello se queda en mera anécdota de barra de bar.

-¿Nada ha cambiado en los últimos 100 años?

-Nada. Parece que para nosotros solo la muerte es la solución. Por eso tenemos tan alta la tasa de intentos de suicidio. Es lo único floreciente en esta bendita tierra.

Como decía, una madre lloraba desconsolada. Su hija se había quitado la vida. Tenía 13 años. Era el mes de octubre de 2015.

Cuando concluyeron las exequias, se celebró una reunión urgente del jefe de la reserva y sus colaboradores. De ella salió una carta extrapolable a la situación general de las reservas indígenas en América del Norte, que el periodista se llevó para publicar en su periódico:

“Soñábamos con vivir en libertad, pero vosotros habéis llegado para evitarlo. Nos habéis robado la tierra, os lleváis nuestros recursos mientras el pueblo languidece y solo piensa en una solución como posible: el suicidio. Esa es nuestra realidad. Nuestros niños se quitan la vida, y los que no lo consiguen lo intentan hasta lograrlo. Queréis nuestro exterminio y no os falta mucho para conseguirlo, apenas quedamos un par de miles para dejar testimonio de vuestras verdaderas intenciones. Sin recursos, sin educación, sin la tierra que nos legaron nuestros antepasados, no hay esperanza para nosotros. No tenemos nada que agradeceros”.

El periodista se marchó, y escribió un artículo que removió conciencias y arrancó lágrimas. Decía, entre otras cosas, que más de cien personas han intentado quitarse la vida en los últimos tiempos en Attawapiskat. En Canadá, país que desde Europa vemos como símbolo de paz y prosperidad, hay gente muriendo de desesperación.

Dedicado a Sheridan, la pequeña cuya esperanza se diluyó en la nada, para vergüenza de políticos cuya ineficacia e inacción son directamente culpables de la tragedia de esta niña y de su pueblo. 






Sheridan de Attawapiskat  (Una realidad incómoda) de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons







jueves, 14 de abril de 2016

Solo para valientes


Solo para valientes


Las dos, madre e hija dormían profunda y tranquilamente en su dormitorio del piso de arriba. Desde que sus padres se habían separado, Emily no podía dormir sola, así que siempre compartía cama con su madre, a pesar de tener ya dieciséis años. La separación había resultado traumática, pero habían transcurrido ya tres años y lo estaban superando. Solo quedaba conseguir que Emily accediese a dormir en su propia habitación, aunque en aquella casa la opción era hacerlo en el sofá cama de la salita.

Después del divorcio, su madre había decidido mudarse a otra ciudad, a vivir en una casa en medio del campo, rodeadas de naturaleza. Un bosque se extendía por la parte de atrás de la casa, una enorme pradera por delante rematada en un arroyuelo que dispensaba al lugar un encanto especial, las montañas nevadas al fondo. Abundaban las casas, pero se hallaban desperdigadas por toda la zona, sin apelotonarse en torno a calles asfaltadas. La localidad a la que pertenecía aquella zona rural se encontraba a seis kilómetros, por lo que los inconvenientes de las ciudades no se dejaban sentir en aquellas latitudes.
Como decía, las mujeres dormían. De pronto y en medio de la oscuridad, se escuchó un estruendo colosal y seco, lo justo para interrumpirles el sueño. La casa comenzó a temblar, la cama se movía. Las mujeres se despertaron sobresaltadas, y se abrazaron sentadas, todavía tapadas dejando al aire solo los ojos, temblando. Los ruidos continuaron durante un rato largo. ¿Se trataba de un terremoto? ¿Un tornado, tal vez? Aquella era zona de tornados, pero no era aquella la época en que solían presentarse.

-Mamá, son las tres de la mañana, no bajes, por favor. No me dejes aquí sola.
-Pero tengo que saber lo que pasa, hija. Regresaré en breve y te lo contaré, si no lo hago no podremos volver a dormirnos.
Otro golpe seco se oyó de nuevo en el tejado. Las mujeres se taparon del todo. La casa seguía moviéndose. Todo temblaba. La madre se lo pensó mejor y decidió que se iban a quedar donde estaban. Miraban por la pequeña ventana de la habitación abuhardillada y no veían nada con aquella oscuridad, pero la casa se movía.
-¿Serán fantasmas? –preguntó Emily.
-No lo creo. Esta casa es nueva, aquí no se ha muerto nadie.
-¡Aaaaaay, qué ruido otra vez!
-¡Voy a bajar!
-¡No, mamá, tengo miedo! ¡No bajes!
-Tápate e intenta dormir. Es temprano.
-Hasta que no vuelvas no podré dormir. ¿Voy contigo?
-No, mejor quédate donde estás, no sabemos qué es lo que pasa, aquí estarás más segura. Vengo enseguida. Si en diez minutos no he regresado, llama a la policía. Ahora tranquilízate.

A pesar de las protestas, la madre bajó por la estrecha escalera sin pasamanos, temiendo caerse, pues aquello no paraba de moverse. Sacó una linterna de un cajón de la cocina y también un cuchillo cebollero por si necesitaba defenderse. Se acercó a la puerta que la separaba del exterior, y, cargándose de valor, la abrió de golpe. Iluminó el porche y allí no vio a nadie que motivase esos ruidos… o sí.
Se había desatado un terrible viento que anunciaba una tormenta de las que harían historia. Las ramas de los árboles del bosque trasero chocaban violentamente contra la cubierta de la vivienda, la cual continuaba moviéndose. Entonces ella comprendió.
Era lo que tenía vivir en una pequeña casa portátil sobre ruedas. El viento podía moverla como si de un terremoto se tratase, por perfectamente calzada que estuviese.
Se apoyó sobre el dintel de la puerta pensando en que aquella creciente moda de las casas portátiles estaría generando miedo a mucha gente aquella noche, especialmente en personas como ellas, que siempre habían vivido en pisos que pasaban desapercibidos en las ciudades, y que desde luego no se movían en caso de viento o tormenta, ni siquiera un tornado típicamente americano podía llevarse un edificio de pisos sólidamente construido.

Aquella casa llamaba la atención por su reducido tamaño, les conquistó en cuanto la vieron, pero cuando la compraron no pensaron en estos inconvenientes. Ni tampoco en los tornados que sin duda un día se presentarían por allí casi sin avisar, aunque para eso gozaban del remedio de enganchar la casa a un camión y llevársela a un lugar seguro. Pero no fue argumento suficiente. Estaba claro que no podrían evitarse algunos problemas como el de la inestabilidad de la vivienda durante las ineludibles tormentas. Miró hacia el bosque ahora oscuro y amenazante, y también pensó que si un día le daba por aparecer a un perturbado por allí empuñando un arma, entraría fácilmente y ellas se convertirían en sus víctimas, pues nadie se enteraría por mucho que gritasen, la casa más cercana se encontraba a más de cien metros. O si a alguien se le ocurría la idea de robar su casa enganchándola a un camión y con ellas dentro en horas de sueño, no podrían hacer nada por evitarlo. Multitud de dudas, de ideas peregrinas inundaron su mente, pues gozaba de una gran imaginación. Resolvió en ese mismo instante deshacerse de la causa de todos esos posibles temores. Entró y subió al dormitorio situado en el altillo, tranquilizó a su hija y apagaron la luz para intentar retomar el sueño.
Decidió venderla. Unos buenos cimientos pondrían la base de su nueva existencia liberada de aprensiones. Porque el sentido de la vida consiste en eso, en ir librándose poco a poco de ataduras, y sin duda el miedo es la más poderosa. De ellas dependía ir esquivando los factores que desatasen sus miedos atávicos. Y para dos urbanitas vivir en el borde de un bosque tupido en una casa que se mueve con el viento podía representar uno de esos factores.

A los dos días salió un anuncio en la prensa local: “En venta casa portátil sobre ruedas preparada para entrar a vivir en paraje idílico. Incluye mecedora generalizada en toda la casa los días de viento. Solo para valientes. Núm. de ref. 20654F”. 





Solo para valientes de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons




 

viernes, 8 de abril de 2016

Nicholas Winton, un ángel en la sombra







Nicholas Winton, un ángel en la sombra




-Sentaos, queridos bisnietos, hoy me siento disgustada. Ha fallecido alguien a quien quería y se lo debo todo.
-¿Quién es? ¿Alguien famoso, bisabuela?
-No, Jack. No era famoso, pero hizo por el mundo más que muchos famosos.
-¡Cuéntanos, bisa! –exclamaron los tres niños a un tiempo, curiosos.
-De acuerdo. Corría el año 1938, y estaba a punto de estallar de la Segunda Guerra Mundial. Nosotros vivíamos entonces cerca de Praga, en un campamento de refugiados. Nos habían obligado a dejar nuestra casa de Praga para encerrarnos en ese horrible lugar, sin agua corriente ni luz, sin colegio, sin nada.
-¿De refugiados? ¿Qué es eso, bisabuela?

-Pues era un lugar en el que vivíamos encerrados sin poder salir de ciertos límites, hoy a ese tipo de sitios se les llama guetos, sin más. Como éramos judíos nos tenían así, y en muchos casos, pasando hambre. En un momento dado empezaron a deportar gente a campos de concentración, y nos llegaban rumores de que en esos lugares mataban a la gente sin piedad, a todos, a hombres, mujeres y niños de toda edad y condición. Nos asustamos. Pero, un ángel surgió de la nada. Mi madre, hasta que nos encerraron en aquel campamento, había trabajado de ama de llaves en casa de un rico potentado checo que quería mucho a toda nuestra familia. Un día el potentado fue a visitarnos le contó a vuestra tatarabuela que había un plan para deportar a todo el mundo de ese campamento a un campo de exterminio, él no se andaba con eufemismos, siempre hablaba claro. Nos asustamos mucho mis tres hermanos y yo, que era la pequeña. Y era cierto, la gente de los barracones de al lado del nuestro fueron sacados con lo puesto una noche, encañonados y metidos en trenes hacia uno de esos campos. Pero nuestro amigo conocía a alguien que estaba intentando que al menos los niños se salvaran, se llamaba Operación Kindertransport. Y ahí fue donde entramos mis hermanos y yo. Era un militar inglés de la Royal Air Force que había decidido hacer algo, se llamaba Nicholas Winton. Tenía una oficina en plena ciudad de Praga, a la que no podíamos ir, pero nuestro amigo el potentado nos ayudó a realizar los trámites. Nos pidió fotos y los datos personales para empezar a tramitar nuestra salida del país por Holanda destino Inglaterra. La única condición era pagar 50 libras para cubrir los costes de una eventual repatriación. Nosotros no teníamos dinero, pero el señor Winton organizó una colecta en Inglaterra y así pudo costear ese gasto. La gente en Inglaterra fue muy solidaria, donaron el dinero y además ofrecieron sus casas y sus familias para acoger a todos los niños que llegáramos y por eso en agradecimiento nunca quise irme de aquí. Este se convirtió en mi país y esta gente en mi familia. De mis padres nunca supimos… solo que los deportaron unos días después, según nos contó el propio Winton. Supongo que los matarían en uno de esos malditos campos.


-¿Y cómo vinisteis?
-En tren hasta Holanda y de ahí en barco hasta Londres. Fue un viaje largo, pero estábamos tan excitados con la idea de empezar una nueva vida y libre en Londres que no nos cansamos mucho. Yo no perdí detalle de todo el paisaje, aquellas dos noches no dormí. Llegamos sin novedad, estuvimos en un centro de bienvenida que Nicholas Winton había abierto para recibirnos y atendernos a nuestra llegada y a los dos días ya teníamos familia de acogida.
-¿Es la misma familia Williams?
-La misma de los que lleváis los apellidos.
-¿Y pudo salvar a muchos niños?
-A 669 niños. Somos muchos los que le debemos la vida. En aquellos tiempos al emprender tan heroica tarea él también puso en riesgo la suya.

-¡Pero nadie lo conoce!
-Porque así de injusta es la vida con algunas personas. Sin embargo hoy hay cientos y tal vez miles de personas que se lo deben todo. Y tuvo una vida larga, 106 años. Fue su recompensa, eso y que la reina lo nombrase sir. Yo le lloraré siempre.
-¿Llegaste a hablar con él?
-Claro, en realidad su empresa la llevaban él, un amigo suyo y unos pocos voluntarios. Hace unos pocos años salimos en la tele para agradecerle unos pocos supervivientes sus desvelos por nosotros en aquellos tiempos. Le dimos una gran sorpresa, no lo esperaba. Lloraba, qué grande. Era una buena persona, decía que se le rompía el alma al ver cómo vivíamos en aquel campamento. Seguro que hoy hay mucha gente entristecida.
-Bueno –dijo la niña-. No estés triste, bisa. Ya vivió mucho, y seguirá viviendo en los corazones de los niños a los que salvó y que hoy son estupendos bisabuelos como tú, y también en los de sus descendientes. Su memoria no morirá.
-Claro pequeña, tienes razón –dijo la bisabuela mientras miraba hacia el cielo y su agradecimiento se escapaba de sus ojos en forma de lágrima.


Sir Nicholas Winton (Hampstead, Londres, GB, 19 de mayo de 1909- Slough, Berkshire, GB, 1 de julio de 2015). Un grande y desconocido de la historia. Tal vez dentro de unos años sepamos de otros Nicholas Winton que trabajan ahora mismo por los niños sirios o los que sufren en otras guerras. Sin conocer a estos héroes de nuestros días, va por ellos. Y por sir Nicholas Winton, of course.






Nicholas Winton, un ángel en la sombra de Susana Villar está subjecta a una licència de Reconoixement 4.0 Internacional de Creative Commons







jueves, 31 de marzo de 2016

¡Solos!






¡Solos!


Los jóvenes, que llevaban varios meses encerrados en una casa provista de cámaras por todas partes, vieron como las puertas se abrían. Nadie les dijo nada, ni de quedarse, ni de salir. Hacía varios días que notaban que algo extraño había sucedido, pues nadie del programa se había puesto en contacto con ellos, cuando antes el trato con la organización era diario. Como decía, las puertas se abrieron solas. Salieron un poco extrañados.

Lo que vieron fuera les dejó sin habla. El pueblo en el que se enclavaba la casa se encontraba inusualmente vacío. Calles sin coches, aceras desiertas, tiendas cerradas. Algunas casas se encontraban en un estado ruinoso, mientras las numerosas aves que solían surcar los cielos de aquella región habían desaparecido. Llamaron a la puerta de una de las casas. Nadie respondió. Se dirigieron a la plaza del ayuntamiento. Nadie. La Casa Consistorial cerrada. Ninguna bandera culebreaba en el balcón principal. Allí se encontraba la comisaría de policía. Entraron para informarse de lo que estaba sucediendo. Nadie, las luces apagadas, los calabozos abiertos. Ningún policía, ni siquiera uno para recoger llamadas de urgencia. La Casa de Salud aledaña. Entraron. Nadie tampoco, ni celadores, ni gente, ni colas en la consulta del médico. Algo extraño había sucedido y no sabían qué era. Ni un alma, ni vivo ni muerto.
Coches aparcados. Abrieron uno y lo puentearon. Decidieron regresar a Madrid. No disponían de teléfonos móviles. En el interior del coche había uno, pero no funcionaba.
Condujeron hasta la capital, y durante el trayecto no se cruzaron ni vieron ni les rebasó ningún vehículo, lo que les extrañó tovadía más. Al ir transitando por la autopista de entrada a Madrid viniendo de Segovia, divisaron el skyline de la ciudad. Las torres Kio destacaban a lo lejos y otros rascacielos en construcción arañaban el azul celeste. Sin embargo algo no iba bien, lo que vieron les obligó a parar el coche en el arcen y bajarse. No dudaron en hacerlo aunque estaba prohibido, pero al verse solos, no dudaron.
El perfil de la ciudad mostraba esos rascacielos destruidos, echando humo. De hecho multitud de volutas de humo salían desde diferentes puntos de la ciudad. Algo horrible habia destruido la ciudad, y ellos habían permanecido al margen de todo en aquella casa, en aquel estúpido concurso.
 
Llegaron a la ciudad. Nadie. Vacía. El holocausto nuclear había hecho acto de presencia, por fin. Se fijaron en un kiosko de prensa. Los periódicos que allí se exhibían tenían fecha de dos semanas atrás, justo cuando la vida abandonó a los humanos. Según las portadas, la debacle fue mundial. Los que habían podido habían huido a refugios subterráneos, los demás habían muerto, pero, curiosamente esas bombas atómicas tenían el poder de desintegrar los cuerpos y su indumentaria en cuanto la radiación les alcanzaba. Por la calle sólo quedaban sus pendientes, anillos y demás abalorios tirados donde probablemente habían caído los cuerpos, pues unas manchas negruzcas como de hogueras apagadas teñían las aceras alrededor de las joyas caídas. Todo se desintegraba, y solo permanecían los componentes metálicos, los bolsos de piel también desaparecían. Las aceras estaban llenas de joyas y monedas, que nadie podría lucir o gastar jamás.
Se asustaron. Miraron alrededor. No tenían a quién preguntar. Madrid vacía como nunca. La Castellana, la Gran Vía, la calle de Alcalá sin coches, sin gente, los árboles quemados.

La escena que Dante hubiera descrito como la antesala misma de su infierno.
Finalmente, el mundo se había acabado, con sus miserias y sus inmundicias. El dolor había desaparecido. Pero la felicidad potencial no. Quedaban dos chicos y tres chicas que se habían topado con ese cambio de golpe, sin estar previamente preparados para ello. Ellos tendrían en adelante la misión de colonizar el mundo. Un mundo repoblado por participantes y seguidores habituales de realities. El futuro de la humanidad en manos de esas mentes empequeñecidas y ahora de vuelta a las cavernas, sin últimas tecnologías, sin luz, sin las comodidades propias del siglo en el que se encontraban.
Y sin embargo, al día siguiente volvería a salir el sol.

(Dedicado a todas esas mentes enfermas que están buscando denodadamente este final: políticos corruptos y sus aliados, empresarios que buscan el beneficio por encima de todo y de todos, predicadores apocalípticos que se frotan las manos ante la posibilidad de negocio, terroristas y fanáticos a los solo les mueve el afán de dinero y poder, y tantos otros buitres que saben sacar provecho de la desgracia ajena… Dedicado también a esos científicos que buscan la forma de salir de este planeta hacia un lugar seguro en el que empezar de nuevo… para que haya una vía de escape cuando esto llegue, que llegará, intuyo, pues lo que sobran son estúpidos dispuestos a pulsar el botón.)





¡Solos! de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons




jueves, 17 de marzo de 2016

Una decisión difícil





Una decisión difícil






Los niños estaban asustados. Se encontraban en clase, cuando las sirenas empezaron a sonar. Un bombardeo. Ruido de aviones que traían cantos de muerte a un pueblo que no entendía el porqué. El profesor apremió a sus alumnos a correr a sus casas, la mayoría vivía en las cercanías del colegio, para reunirse con sus familias en los refugios antiaéreos de costumbre. Las alarmas sonaban durante diez minutos, y en ese breve lapso de tiempo la gente trataba de ponerse a cubierto. Muchas veces las bombas caían nada más empezar a sonar las sirenas, otras veces había más margen, pero por regla general, solía quedar tiempo.


En aquel barrio de Alepo había dos refugios perfectamente equipados para estancias de larga duración y que podían acoger a miles de personas, aunque últimamente desaparecían las latas de conserva de los anaqueles, pues había gente que estaba en paro, pues muchas empresas habían cerrado durante esta guerra, y apenas tenían nada que comer. Otras personas iban reponiendo de su bolsillo las reservas desaparecidas sin hacer preguntas. Normalmente los refugios se llenaban de gente y la estancia no solía superar el cuarto de hora hasta que cesaban de caer las bombas. Luego quedaba la parte más dura: comprobar que todo seguía en pie como antes del ataque, y que no faltaba nadie, o que nadie yacía entre las piedras de los edificios destruidos y de los que se elevaban multitud de volutas de humo. Casi siempre encontraban algún fallecido, gente que desoía las advertencias de las alarmas y seguía en su casa o negocio a lo suyo. Y es que había gente que, cuatro años después de comenzar las hostilidades, ya estaba tan hecha a esas situaciones, tanto que terminaban por ignorarlas, y seguían con su vida hasta que una bomba mal tirada decidiese segársela. Puro azar. Siempre hay gente que elige jugársela a todo o nada.


Los hermanos de seis y siete años llegaron al refugio donde les esperaban su madre, sus tías y sus hermanas. Los hombres por regla general se ocultaban en refugios cerca de sus lugares de trabajo, que iban mermando a ojos vista. Cada bombardeo dejaba a más gente en la pobreza, sin trabajo, sin nada que llevarse a la boca, así, de repente. Saltaban por los aires los edificios oficiales y todos los demás de los alrededores. En esa parte de la ciudad ya no había panaderías, restaurantes ni tiendas de confección. De hecho no existía vida comercial alguna, casi todos los edificios presentaban un aspecto ruinoso. Los profesores decidieron no cerrar la escuela, como símbolo de una normalidad que en realidad no existía.

-Niños, menos mal que habéis llegado a tiempo –dijo la madre mientras se oían caer las primeras bombas de la mañana-. Vuestro padre y yo hemos decidido marcharnos del país. Deberéis despediros hoy mismo de vuestros amigos. Saldremos mañana al amanecer. Nunca más volveremos a tener que refugiarnos para no ser alcanzados por una bomba. Nunca más os pondremos en peligro por no tener valor para dejarlo todo en pos de un lugar en paz en el que podamos vivir sin miedo. No quiero perderos por nada del mundo.


La madre abrazó a sus cuatro hijos, dos niños y dos niñas, la menor de cinco años, la mayor de once. Todos hipaban de desasosiego.

-No volveremos a sentirnos así, os lo prometo. Nos vamos a Europa. Dicen que allí, en Suecia, hay un alto nivel de vida, en el que vuestro padre encontrará trabajo de analista informático fácilmente. Y yo puedo buscar trabajo en las universidades, sigo siendo doctora en bioquímica, eso no me lo quita nadie. Eso sí, tendremos que aprender sueco si con el inglés no llega, pero no importa, cualquier cosa con tal de recuperar nuestra vida. Dicen que los europeos han aprendido de sus dos guerras mundiales y son acogedores y comprensivos con nuestro drama. Todo irá mejor, niños, no lo olvidéis.
-¿Vamos a dejar todas nuestras cosas aquí, como las consolas, la piscina o nuestro barco en Samandagi?
-Sí, cariño, no podemos llevarnos todo eso. El barco nos lo han requisado los militares, si no, nos iríamos en él. Pero en cuanto acabe la guerra volveremos para recoger todo lo que podamos llevarnos, te lo prometo. Sólo me llevaré un álbum de fotos, algo de ropa para todos y ya está.
-¿Puedo llevarme mi peluche de dormir? –preguntó una de las niñas.
-Sí, cielo. Pero solo uno.
-¿Y mi equipo de pádel? –preguntó uno de los niños.
-No, pequeño. Coge solo una pala y una pelota y ya está.
-¡Y yo cojo la mía y así podemos jugar juntos cuando veamos algún sitio que lo permita! –exclamó otro de los hermanos.
-De acuerdo, pero recordad que solo llevaremos con nosotros lo mínimo necesario. Lo demás lo compraremos en Suecia cuando nos establezcamos. Todo irá bien –decía la madre mientras abrazaba a una de sus hijas y se balanceaba mirando hacia la nada con preocupación.
Al día siguiente huirían de las bombas como cientos de miles de sirios. Muchos de ellos jamás llegarían a destino. Y Europa construiría muros para dejarlos fuera, a ellos que lo habían tenido todo.
Europa sacó su verdadera cara. Esa familia jamás llegaría a Suecia, sino que languidecería en uno de los enormes campamentos de refugiados en Turquía. Demasiado tarde para retroceder, pero el continente solo quería desentenderse del problema. La madre comprobó con los meses de mucho andar entre barro y penalidades, que en realidad en Europa no habíamos aprendido nada de nuestra historia y les dábamos la espalda.

A ellos que lo habían tenido todo.













Una decisión difícil de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons





 

jueves, 10 de marzo de 2016

El llanto entre las telas



El llanto entre las telas
Manhattan, 25 de marzo de 1911


Sarah lloraba. Había salido ilesa de aquel infierno, pero su vida ya nunca volvería a ser la misma desde entonces. Había ido a trabajar como siempre desde los últimos años, pero nadie pudo prever lo que aquel día ocurriría en la fábrica de camisas neoyorquina situada en pleno Manhattan. Sería aquella una fecha que a muchos nunca se les borraría de la memoria.
Alguien muy atontado, o muy malintencionado, todo podría ser, habría tirado una colilla encendida en una papelera llena de restos de tela, aunque esa teoría se desmentía sola, pues el mismo fumador seguramente perdió la vida aquel día. O el fumador hacía gala de muy pocas luces, o su despiste había sido monumental. 
El fuego se extendió con rapidez por toda la sala, pues las telas hacían de improvisado combustible. Las mesas que sustentaban las muchas máquinas de coser fueron abandonadas inmediatamente. Las mujeres y también algunos hombres que allí trabajaban desfilaron con rapidez hacia las escaleras de acceso buscando la salida. El humo ya empezaba a llenarlo todo y el fuego se estaba extendiendo hacia las dos plantas colindantes, la séptima y la novena de aquel edificio de diez plantas. En poco tiempo, el edificio entero presentaba un aspecto de antorcha. Los neoyorquinos que pasaban en aquellos momentos por la calle se paraban a mirar, pasmados por el espectáculo. Se oían golpes y gritos tras las diferentes puertas, como la principal o la de mercancías, pero nadie podía salir: durante las horas de trabajo estaban selladas para todo el mundo, para evitar así el robo de género por parte de los y las trabajadoras. Una trampa mortal. La gente desde fuera golpeaba las puertas para intentar abrir una vía de escape que ayudase a aquellas personas atrapadas, pero resultaba imposible echar abajo aquellas puertas de madera maciza solo propinándole patadas. 
Sarah se encontraba en el décimo piso, dos más arriba de donde todo empezó. Un grupo de quince trabajadoras intentaron abrir la puerta de la azotea para poder respirar, pero estaba cerrada, así que la única opción de aquellas mujeres era pedir ayuda por las ventanas que daban hacia una calle principal. Las llamas llegaban cuando algunas de ellas tomaron una decisión.

-Miriam, ¿qué vas a hacer? –preguntó Sarah entre hipidos.
-No quiero morir quemada, es mejor que si es inevitable sea lo más rápido posible.
-Pero van a venir los bomberos y nos salvarán, lo verás.
-No esperes que eso ocurra. El incendio ha sido provocado por los jefes. Ya están hartos de nuestras reivindicaciones y han decidido cortar por lo sano. Nadie tira una colilla en un cesto lleno de tela, algo así sólo puede ser provocado intencionadamente, es más, nadie debería fumar en una fábrica que trabaja con telas. Quieren deshacerse de nosotras, nuestras huelgas les cuestan dinero. Los bomberos no vendrán, pero el fuego sí. Adiós pequeña Sarah –y diciendo esto se tiró por la ventana desde el piso décimo. Un ruido seco se oyó al impactar su cuerpo contra el suelo. Sarah lloraba.

Otras mujeres decidieron hacer lo mismo, y se tiraron sin pensarlo mucho. Antes morir por una caída, que debatiéndose de dolores por quemaduras que podrían alargar la agonía hasta límites insospechados. 
Sarah regresó a las cercanías de la sala en la que el fuego ya se extendía a sus anchas, y cogió una vara de hierro que estaba caída en el suelo. La vara quemaba como el ambiente, que resultaba abrasador en algunas zonas del edificio, pero eso no le amilanó, se protegió las manos con su pañuelo del cuello, y salió de allí. Regresó hacia la puerta de la azotea y comenzó a golpear la puerta con la vara hasta abrir un boquete en ella. Sus compañeras, otras seis mujeres a las que les había faltado el valor para arrojarse por la ventana, buscaron objetos contundentes que yacían por los alrededores ya casi ruinosos para ayudarle en su empeño por salvar la vida. Entre todas golpearon la puerta en su centro. En pocos instantes, y cuando el fuego ya se aproximaba hasta donde ellas se encontraban, la puerta quedó destrozada y pudieron salir a la azotea. Allí al menos podrían respirar hasta que llegase la ayuda.
Y la ayuda llegó. Los bomberos desplegaron sus kilométricas escaleras y alcanzaron la azotea donde las siete mujeres se encontraban acurrucadas, asustadas, pero todavía respirando, todavía vivas. Las descendieron poco a poco y con sumo cuidado hasta la calle. Ellas tuvieron suerte, otras ciento cuarenta y seis dejaron la vida en aquel siniestro que la ciudad de Nueva York nunca pudo olvidar, y Sarah tampoco. 

Pero en el seno de la sociedad neoyorquina, el accidente, que así se publicitó, removió una serie de conciencias que derivó en una mejora en los derechos laborales de todos los trabajadores en Estados Unidos, y una consolidación a nivel internacional de un día que conmemorase aquel desastre y lo que supone a día de hoy como símbolo de lucha para los trabajadores, y en particular para ellas, que por entonces recibían la mitad de salario que un hombre por el mismo trabajo. Muchas de aquellas mujeres, era cierto, habían luchado desde hacía años en la calle por sus derechos y acabaron convirtiéndose en símbolos de la lucha obrera.
Tras despertar de la pesadilla, a menudo llegaba a la memoria de Sarah la última mirada de su compañera y amiga Miriam, antes de saltar hacia su final. Fue su decisión, aunque Sarah siempre pensaba que la lucha no debía circunscribirse solamente a mejorar las condiciones laborales: aquel día había tocado cambiar las pancartas por coraje, frialdad ante el posible final, y fuerza para luchar por evitarlo y preservar lo más importante: la vida.
Ella lo había logrado. Desde entonces siempre miraría al cielo buscando justicia.


          Que nadie las olvide.
          In memoriam.




El llanto entre las telas de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons