Relato: Kuné
-No vayas. No veo que te vaya a ir bien. Hay demasiadas señales que me llegan, y son todas negativas.
La voz de la hechicera sonó contundente. Kuné llevaba demasiado tiempo esperando el momento de levantar el vuelo hacia Europa, y nadie iba a quitarle la ilusión. En su pueblo llevaban muchos años soportando una guerra que nadie quería, pero que parecía orquestada desde el mismo Occidente para, en medio de la confusión y la ruina, poder seguir llevándose el coltán sin que los beneficios que de él se derivaban repercutiesen de alguna manera en la tierra en la que se extraía.
-Occidente nos lo debe. Nos debe un lugar a cada uno de los que explota y mantiene muerto de hambre, en guerra, con las familias cada vez más disminuidas por la mala situación, y que ellos han provocado. Occidente debe sacarnos de esta situación. Por eso tengo que ir –le contestó-. Necesitan el coltán para esos teléfonos que tienen tan modernos. Y para sus ordenadores. Por eso, aunque ellos no lo admitan, nuestra tierra es la que abunda en riqueza, no la suya. Pero ellos nos la roban cada día y se hacen millonarios, mientras aquí nos matamos entre nosotros. No quiero vivir eso nunca más. Ni trabajar para el hombre blanco por un dólar al día. Quiero ver París y buscar trabajo allí. Me irá bien, con la ayuda de Dios.
-Como quieras –dijo la anciana-. Si esa es tu determinación, no seré yo quien te frene. Pero mi obligación es decirte que los espíritus revelan que tendrás problemas en tu viaje.
Kuné salió del poblado con una mochila cargada de un poco de comida, algo de ropa de abrigo por si le alcanzaba la época de los fríos, y grandes cantidades de ilusión. Se despidió de sus padres, de sus siete hermanos y hermanas que lloraban al verlo marcharse. Él les prometió llamarles o escribirles de vez en cuando para que no vivieran en estado de permanente zozobra, y, desde luego la llamada que esperaban de su hijo, la más deseada, debería producirse desde París.
Kuné cruzó su país, el Congo, caminando. Atravesó por el mismo medio los demás estados que le separaban del Mediterráneo, muchos de ellos en guerra, otros con serios problemas por causa del terrorismo. Tras tres años de camino, con el morral cargado de experiencias, dolor, hambre y heridas en los pies, alcanzó la costa de Marruecos. Kuné llevaba en su mochila, además, algo de dinero que había ido guardando desde que era un niño. Guardaba la mitad de su paga del trabajo de las minas desde que tenía memoria, por si algún día lo necesitaba. Había trabado amistad con algunos emigrantes como él, que también huían de la guerra y el hambre.
Y vaya, esta vez sí iba a necesitar ese dinero. La travesía del Mediterráneo costaba tres mil dólares, y él los tenía. Compró un billete y a medianoche embarcó, pero no en un barco como él había soñado, sino en una patera, una barquichuela en la que otros tantos se hacinaban a su lado, en total unas doscientas personas, mujeres embarazadas, niños y jóvenes como él. Les dijeron que la travesía duraba tres horas, cuando por lo general no bajaba de diez y eso con las corrientes marinas y el viento a favor. No incluyeron en el momento del embarque provisiones ni agua. Kuné estaba emocionado. Sabía que iba a entrar ilegalmente en España, pero no era éste el país en que deseaba quedarse, por lo que nadie tendría que preocuparse por él en ese estado.
Pero ¡ah! durante la travesía, cuando ya llevaban más de tres horas internados en la oscuridad de la noche en alta mar, una tormenta acompañada de fuertes vientos les alcanzó. La barcaza zozobraba peligrosamente, y todos en su interior se agarraban como podían para evitar caerse. Fue inútil. Algunos, los más débiles por la sed y el hambre cayeron al agua, pero como no sabían nadar y además la oscuridad era tan grande, resultaba imposible rescatarlos. La patera se alejó mientras muchas personas se iban dejando ir poco a poco hacia ese gran cementerio que hoy es el mar Mediterráneo.
Uno de ellos era Kuné, que, desesperado en medio de la nada, se ahogaba, mientras un último recuerdo le golpeaba la mente: “No vayas. No veo que te vaya a ir bien. Hay demasiadas señales que me llegan, y son todas negativas. Mi obligación es decirte que los espíritus revelan que tendrás problemas en tu viaje.”
Pronto formaría parte de una de esas frías estadísticas de víctimas de la inmigración ilegal de africanos subsaharianos de los que hablan los noticiarios a diario. Sus padres y hermanos en vano esperarían esa llamada desde París. Kuné se ahogó con la convicción de que Occidente le debía algo.
Tenía razón.
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