Los Maquillados
La
joven se encontraba dentro de un arcón antiguo de madera, escondida y
conteniendo la respiración. Jadeaba y el miedo hacía que sudase copiosamente.
En el exterior se oía el ruido ensordecedor de una sierra mecánica, y unas
risotadas. De pronto, la puerta del arcón fue abierta. Un personaje vestido de
payaso con la motosierra en la mano la vio y comenzó a reír.
-¡Te
he encontrado! ¡Te he encontrado y te voy a matar! –gritaba el payaso que
esgrimía una mirada que parecía que los ojos le iban a estallar en sus propias cuencas.
La
joven se acurrucó, sacó su mano y espolvoreó esos ojos con un pulverizador de
gas pimienta. Salió ágilmente del arcón y, mientras, el payaso gritaba por el
terrible escozor del que no podía zafarse. Ella aprovechó para robarle la
motosierra y empujarlo hacia el arcón.
-¿Qué
pasó, psicópata maquillado? Parece que las circunstancias han cambiado. En
realidad yo te encontré a ti. Te he buscado sin descanso, pero aquí estás, al
fin.
El
payaso seguía frotándose los ojos, pero se reía a la vez.
Ella
no había visto a quién tenía detrás, que se había ido acercando poco a poco. El
Payaso Mayor de la secta. El más grande, terrible e implacable asesino de
todos. El monstruoso payaso la levantó en el aire, pero no contó con que ella
era de profesión policía y jardinera en sus ratos libres, por lo que sabía
manejar las motosierras como nadie. En un abrir y cerrar de ojos, y mientras
ella seguía en el aire, le pasó el filo de la sierra desde la entrepierna hasta
el pecho. El corazón y otras vísceras quedaron al aire. El monstruo, con
expresión de incredulidad, cayó al suelo.
Cuando
el payaso del arcón vio aquello, se asustó. Seguían picándole los ojos terriblemente.
La joven se le acercó, mientras otros encañonaban al maquillado ser con sus
armas de reglamento.
-No,
déjalo Silvia, ya estamos aquí. ¿Estás bien?
-Soy
una superviviente, ¿recuerdas? Estos payasos dejarán de hacer sus gracietas por
un tiempo.
-El
grande está muerto.
-Era
él o yo.
-Está
bien, no te enfades. Eres policía, hiciste tu trabajo y salvaste tu vida.
-Mi
vida y la de estos otros seres –dijo mientras caminaba y abría una trampilla
del suelo de la sala.
Cuando
el policía abrió la trampilla un hedor insoportable ascendió y obligó al agente
a otros policías que allí acudieron a echarse para atrás. Lo que vio le dejó
helado: unos cuarenta niños y niñas
pululaban por el sótano, llorosos, sucios y oliendo la sangre de otras personas
que allí colgaban desangrándose como terneras tras el sacrificio. Entre los colgados
se encontraba la directora del centro y sus ayudantes, diez fallecidos en total.
Por ellos no se podría hacer nada, pero sí por los que seguían vivos.
Silvia
había salvado su vida y la de los niños. Y aquel orfanato mancillado por la
sangre y la locura cerraría sus puertas.
Cuando
unos días antes la directora del centro contrató a aquellos payasos para
celebrar el cumpleaños de uno de los niños, no sabía a quiénes había metido en la
casa. Una secta, que se hacía llamar “Los Maquillados”, que solo admitía entre
sus filas a psicópatas en paro, y que aprovechaba las fiestas ajenas para
cometer sus asesinatos. Los gritos que llegaban desde la residencia
regularmente de un tiempo a esta parte alertaron a los vecinos, que avisaron a
la policía de inmediato: algo extraño pasaba en aquel lugar.
Desde
entonces, aquella gran casa de la colina dicen que tiene fantasmas, que cada
noche de luna nueva pueden verse en el jardín de la fachada los espectros del
Payaso Mayor y de la directora del centro peleando, motosierra espectral en
mano. Él, defendiendo su locura, ella defendiendo a los niños.
Las
nubes ocultan el firmamento estrellado, mientras el drama se repite una y otra
vez, en un bucle sin final.
A
Silvia nunca le gustaron los payasos especialmente, pero lo que sí adora desde
entonces, es su envase de gas pimienta.
Los Maquillados de Susana Villar está subjecta a una licència de Reconoixement 4.0 Internacional de Creative Commons
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