El
llanto entre las telas
Manhattan, 25 de marzo de 1911
Sarah lloraba. Había salido ilesa de aquel
infierno, pero su vida ya nunca volvería a ser la misma desde entonces. Había
ido a trabajar como siempre desde los últimos años, pero nadie pudo prever lo
que aquel día ocurriría en la fábrica de camisas neoyorquina situada en pleno
Manhattan. Sería aquella una fecha que a muchos nunca se les borraría de la
memoria.
Alguien muy atontado, o muy malintencionado,
todo podría ser, habría tirado una colilla encendida en una papelera llena de
restos de tela, aunque esa teoría se desmentía sola, pues el mismo fumador
seguramente perdió la vida aquel día. O el fumador hacía gala de muy pocas
luces, o su despiste había sido monumental.
El fuego se extendió con rapidez por toda
la sala, pues las telas hacían de improvisado combustible. Las mesas que
sustentaban las muchas máquinas de coser fueron abandonadas inmediatamente. Las
mujeres y también algunos hombres que allí trabajaban desfilaron con rapidez
hacia las escaleras de acceso buscando la salida. El humo ya empezaba a
llenarlo todo y el fuego se estaba extendiendo hacia las dos plantas
colindantes, la séptima y la novena de aquel edificio de diez plantas. En poco
tiempo, el edificio entero presentaba un aspecto de antorcha. Los neoyorquinos
que pasaban en aquellos momentos por la calle se paraban a mirar, pasmados por
el espectáculo. Se oían golpes y gritos tras las diferentes puertas, como la
principal o la de mercancías, pero nadie podía salir: durante las horas de
trabajo estaban selladas para todo el mundo, para evitar así el robo de género
por parte de los y las trabajadoras. Una trampa mortal. La gente desde fuera
golpeaba las puertas para intentar abrir una vía de escape que ayudase a
aquellas personas atrapadas, pero resultaba imposible echar abajo aquellas
puertas de madera maciza solo propinándole patadas.
Sarah se encontraba en el décimo piso, dos
más arriba de donde todo empezó. Un grupo de quince trabajadoras intentaron
abrir la puerta de la azotea para poder respirar, pero estaba cerrada, así que
la única opción de aquellas mujeres era pedir ayuda por las ventanas que daban
hacia una calle principal. Las llamas llegaban cuando algunas de ellas tomaron
una decisión.
-Miriam,
¿qué vas a hacer? –preguntó Sarah entre hipidos.
-No
quiero morir quemada, es mejor que si es inevitable sea lo más rápido posible.
-Pero
van a venir los bomberos y nos salvarán, lo verás.
-No esperes que eso ocurra. El incendio ha
sido provocado por los jefes. Ya están hartos de nuestras reivindicaciones y
han decidido cortar por lo sano. Nadie tira una colilla en un cesto lleno de
tela, algo así sólo puede ser provocado intencionadamente, es más, nadie
debería fumar en una fábrica que trabaja con telas. Quieren deshacerse de
nosotras, nuestras huelgas les cuestan dinero. Los bomberos no vendrán, pero el
fuego sí. Adiós pequeña Sarah –y diciendo esto se tiró por la ventana desde el
piso décimo. Un ruido seco se oyó al impactar su cuerpo contra el suelo. Sarah
lloraba.
Otras mujeres decidieron hacer lo mismo, y
se tiraron sin pensarlo mucho. Antes morir por una caída, que debatiéndose de
dolores por quemaduras que podrían alargar la agonía hasta límites
insospechados.
Sarah regresó a las cercanías de la sala en la que el fuego ya
se extendía a sus anchas, y cogió una vara de hierro que estaba caída en el
suelo. La vara quemaba como el ambiente, que resultaba abrasador en algunas
zonas del edificio, pero eso no le amilanó, se protegió las manos con su
pañuelo del cuello, y salió de allí. Regresó hacia la puerta de la azotea y
comenzó a golpear la puerta con la vara hasta abrir un boquete en ella. Sus
compañeras, otras seis mujeres a las que les había faltado el valor para
arrojarse por la ventana, buscaron objetos contundentes que yacían por los
alrededores ya casi ruinosos para ayudarle en su empeño por salvar la vida.
Entre todas golpearon la puerta en su centro. En pocos instantes, y cuando el
fuego ya se aproximaba hasta donde ellas se encontraban, la puerta quedó
destrozada y pudieron salir a la azotea. Allí al menos podrían respirar hasta
que llegase la ayuda.
Y la ayuda llegó. Los bomberos desplegaron
sus kilométricas escaleras y alcanzaron la azotea donde las siete mujeres se
encontraban acurrucadas, asustadas, pero todavía respirando, todavía vivas. Las
descendieron poco a poco y con sumo cuidado hasta la calle. Ellas tuvieron
suerte, otras ciento cuarenta y seis dejaron la vida en aquel siniestro que la
ciudad de Nueva York nunca pudo olvidar, y Sarah tampoco.
Pero en el seno de la sociedad neoyorquina,
el accidente, que así se publicitó, removió una serie de conciencias que derivó
en una mejora en los derechos laborales de todos los trabajadores en Estados
Unidos, y una consolidación a nivel internacional de un día que conmemorase
aquel desastre y lo que supone a día de hoy como símbolo de lucha para los
trabajadores, y en particular para ellas, que por entonces
recibían la mitad de salario que un hombre por el mismo trabajo. Muchas de
aquellas mujeres, era cierto, habían luchado desde hacía años en la calle por
sus derechos y acabaron convirtiéndose en símbolos de la lucha obrera.
Tras despertar de la pesadilla, a menudo llegaba
a la memoria de Sarah la última mirada de su compañera y amiga Miriam, antes de
saltar hacia su final. Fue su decisión, aunque Sarah siempre pensaba que la
lucha no debía circunscribirse solamente a mejorar las condiciones laborales:
aquel día había tocado cambiar las pancartas por coraje, frialdad ante el
posible final, y fuerza para luchar por evitarlo y preservar lo más importante:
la vida.
Ella lo había logrado. Desde entonces
siempre miraría al cielo buscando justicia.
Que nadie las olvide.
In memoriam.
El llanto entre las telas de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons
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