El peso
de la culpa
Él
gozaba de una gran capacidad para erigir una historia de la nada, aunque nunca
se planteó utilizarla en proyecto creativo alguno. Se dedicaba a la hostelería,
era el dueño de un bar que le daba para vivir holgadamente, pues estaba situado
en el paseo marítimo de aquella populosa ciudad de provincias cuyo mayor
atractivo consistía en la mansa belleza del mar perdiéndose en el horizonte. Él
realizaba la ardua tarea de calmar el hambre y la sed de miles de turistas cada
día.
El
hombre era sociable, enseguida trababa amistad con sus clientes, casi con cada
uno de los que repitiesen estancia en su casa. Un día, hablando con un grupo de
ellos, vio una colilla en el suelo de la terraza.
-Esa colilla… mira que les digo a los clientes
que es mejor tirar los desperdicios al cenicero, pero no me hacen caso. El año
pasado nos dieron un premio a la ciudad más limpia de la comunidad autónoma,
pero este año no revalidaremos.
-Oh, no pierdas la esperanza, Anselmo, además,
es sencillo, se recoge y listo –respondió uno de los clientes.
-Ya, lo malo es que no puedo estar todo el día
mirando si el suelo de la terraza está impoluto o algún cliente lo deja hecho
unos zorros. Es una cuestión de educación que no nos corresponde impartir a los
hosteleros. ¡Oh, mirad! La colilla tiene marcas de carmín.
-Creo que Anselmo ha puesto en marcha su máquina
de imaginar. A ver qué nos cuenta.
-Pues… se trata de la colilla de una mujer. Una
mujer sofisticada, maquillada y vestida con ropa cara, de mediana edad, pues el
labio superior está operado. La mujer mira nerviosamente su reloj, parece estar
esperando a alguien en la terraza. Pide un gin tonic y lo saborea a sorbos
cortos. El hombre al que espera se le acerca. Se trata de un joven de unos
veintipocos años, trajeado, pero con aspecto ligeramente desaliñado, un poco al
estilo italiano. El joven se aproxima y la mujer apura el gin tonic. Da una
última calada a su cigarro y lo tira.
-¿Y qué pasó?
-El hombre es un chico de compañía y la mujer su
clienta. Ella se levanta sin mediar palabra, ambos se suben a un coche
deportivo rojo de lujo, y se van inmediatamente. Se dirigen a casa de la mujer.
Conduce el hombre.
-¿Nos vas a dar detalles de su encuentro?
-No, salvo que tras realizar el acto, fumar su
cigarro de después y darse ambos un baño en su piscina con vistas al mar, él se
irá. Pero algo terrible habrá sucedido.
-¿Y qué será?
-Al día siguiente, en la portada del periódico
local destacaría esta noticia: “Encontrada muerta en su casa la actriz Lorenna
McAndrew. Al parecer se ahogó en su piscina mientras se daba un baño debido a
un corte de digestión, según los primeros indicios”. El hombre habría ahogado a
la mujer tomándola por los hombros y sentándose sobre su pecho, para no dejar
marcas de sus dedos. Y después habría vaciado su cartera y tomado un par de
objetos de arte caros que hasta entonces allí se exhibían, como un pequeño cuadro
de Caillebotte y otro de Klimt que
vendería en el mercado negro. Nadie descubriría la jugada nunca, a no ser que hablase el camarero del bar en
que se encontraron, que los vio irse juntos. A lo mejor tendría que “hablar a
solas” con ese camarero.
-Joder, Anselmo, ¿todo esto por esa colilla que
hay en el suelo?
-Tal vez se trate de mi deseo subconsciente de
que todo el que no respete el entorno desaparezca.
-¡Qué
imaginación tienes!
El
hombre bajó la cabeza. Sus clientes no sabían la verdad. No se trataba de
imaginación ni de inquietudes ecológicas, sino de potentes recuerdos y una
conciencia sin limpiar. Había descrito una historia, la suya. Y de cómo
inexplicablemente nunca le descubrieron, habían transcurrido ya más de
veinticinco años de aquella aventura. Anselmo bajó la cabeza y, tras recoger la
colilla se metió en la trastienda del bar. No podía olvidarse de su vieja
profesión que tanto dinero le había proporcionado en la Costa Azul y que le
había permitido abrir aquel negocio una vez de vuelta en su tierra. Y la
posibilidad de conocer y gozar de las mujeres más bellas e inalcanzables para
el común de los mortales. Pero aquello ya no eran más que recuerdos.
Malditos
los años que le regalaron una solemne barriga y una calvicie sin pausa,
obligado así a abandonar su dolce vita.
Y es que nada es para siempre. Ni siquiera los
secretos.
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