Asco de sí mismo
Las
fiestas patronales habían vuelto tercamente, como cada año. La pequeña ciudad
de provincias se preparaba para la sucesión de festejos que tendrían lugar a lo
largo de siete días. El plato fuerte, como siempre, era la suelta de vaquillas,
a la que era obligatorio acudir disfrazados. De hecho todo el mundo se
disfrazaba, tanto los que corrían delante de los animales, como los que
preferían ver el festejo sin más. Las vaquillas en realidad no eran tales, sino
disfraces muy bien pertrechados con personas dentro que simulaban carreras,
cogidas y faenas entre aficionados con muletas. Pero la simulación era tan
perfecta que en la ciudad se congregaban miles de personas para ver pasar a los
corredores y a las falsas terneras.
Los
días pasaban entre verbenas, exposiciones, carreras de coches, festivales
gastronómicos y chapuzones en la playa fluvial para alejar el habitual calor de
agosto. Todo parecía ir bien, hasta que se produjo algo que se estaba
extendiendo por toda la geografía mundial, y con la globalización había llegado
a aquella pequeña ciudad de provincias.
Carrera
de falsas vaquillas. Todos disfrazados. Todos. Todas. Se hizo la noche tras la
carrera que transcurrió sin novedad, divertida, como siempre, y subida a la red
y muchas veces compartida para solaz y sonrisa de cualquiera que viera esas
imágenes. Los bares atestados, ninguno de sus parroquianos estaría en
condiciones de coger el coche. Ni de razonar. Ni de pensar más que en
satisfacer sus bajos instintos.
Eran
seis. Tomaron a una chica también disfrazada que caminaba por una calle de un
barrio periférico y que trataba de llegar a su casa, una travesía solitaria en
aquel momento, pues coincidía con la hora en que todos estaban ya cenando
aprovechando el parón de la orquesta para tal fin. La llevaron a empujones a un
callejón. La toquetearon unos mientras otros la sujetaban para que no tratase
de huir. Otro le ató su pañuelo rojo en la boca para que no gritase. Allí, en
medio de aquella oscuridad y sobre el suelo sucio de todo tipo de basura
abandonada de años, los seis desahogaron en ella sus bajos instintos, uno
detrás de otro. Cuando terminaron discutieron sobre qué hacer con ella, si
dejarla ir, o matarla para evitar la denuncia. La chica se encontraba exhausta,
casi sin conocimiento, rebosando fluidos, temiendo un más que posible embarazo.
El
grupo decidió irse y dejarla vivir, porque como iban disfrazados, la joven no
podría o no sabría identificarlos. Suponían que la joven estaba tan bebida y
tal vez drogada como cada uno de ellos.
Cuando
uno de los jóvenes llegó a casa al amanecer, extrañamente sobrio tras un
desayuno fuerte antes de llegar a dormir, se encontró con un panorama que no
esperaba. Su padre se encontraba abrazando a su madre, que lloraba
desconsoladamente.
-Julio, te estábamos esperando, queríamos
contártelo nosotros. A tu novia esta noche la atacó un grupo de seis hombres, han llamado sus padres por si tú sabías algo…
La encontraron aquí cerca en un callejón, amordazada, y con signos de haber
sido violentada –el padre tragó saliva, mientras los ojos se le anegaban de
lágrimas.
-¡No puede ser! Ella ayer se fue con su peña de amigas. Qué horror. ¿Y cómo está?
-Nos
íbamos al hospital, nos acaban de llamar hace como una hora. Si quieres venir con nosotros,
ven.
A
Julio se le erizó todo el pelo de su cuerpo. No podía ser. No podía ser ella.
¡Él había maltratado, vejado, golpeado y violado a aquella joven con especial
saña! Decidió ir para asegurarse de que no se trataba de ella.
Pero
sus temores se hicieron reales cuando la vio. El terror se apoderó de él. Era
ella. El disfraz descansaba sobre una silla.
Fue
lo último que hizo. Salió del hospital sin decir nada, llegando a un descampado
que precedía a un espeso bosque, corriendo como un loco, gritando, llorando,
maldiciendo su mala suerte, mientras un pensamiento le machacaba la cabeza: “Tendrás
lo que te mereces, eres un degenerado, y has violado a tu chica”.
Encontraron
su cuerpo balanceándose en un árbol, su cuello rodeado de una soga que le robó el
último hálito, pues había destrozado a quien más quería, y no se sentía con
fuerzas para dar la cara por una fechoría de semejante calibre. La muerte le
pareció suficiente castigo. Pero para ella, desde que supo la verdad, pues la
verdad se acaba sabiendo sobre todo en una pequeña ciudad de provincias, nunca
sería suficiente, pues los recuerdos la atormentarían el resto de su vida.
Hubiera preferido para él una cadena perpetua, para que tuviese tiempo de
meditar y sufrir por el daño infligido, sabiendo que solo muerto abandonaría
aquellas paredes. Eso podría haber compensado un poco, solo un poco, lo
vivido aquella aciaga noche.
Moraleja:
Existen
algunos “hombres” que son incapaces de aguantar la visión de una mujer sin tratar
de violentar su libertad. Esos no son
hombres. Los
hombres de verdad tratan a las mujeres con respeto en todo momento y en todos
los órdenes de la vida. Conocen y respetan el significado de la palabra NO.
Los demás son, sencillamente, basura. El típico macho hipócrita que mataría por defender a su madre y
hermanas, pero que no tiene reparos en destrozarle la vida a cualquier otra
mujer. Trogloditas a los que les tiemblan las carnes porque peligra su estatus
presunta y falsamente superior. Críos con mucho músculo pero poco cerebro.
Un
día, la mujer despertará. Y ninguno más se atreverá a robarle la dignidad.
Dedicado
a nosotras, potenciales víctimas.
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