La
justicia del Cares
El hombre trastabilló. No
esperaba aquel momento, su experiencia en senderismo era tan amplia, que la
sola posibilidad de caerse en aquella garganta tan visitada le colmaba de una
sensación de intolerable vergüenza. Pero no adelantemos acontecimientos. Iba
con su mujer, ambos rondaban la cincuentena, y su matrimonio había sobrevivido
al paso del tiempo a trompicones, una relación aderezada con múltiples
episodios de infidelidad por parte del hombre. Ella, fiel por naturaleza, conocía
cada lío de su marido, pues era inteligente y sabía leer las contradicciones en
que cada día incurría su cónyuge en cuestiones como llegar a tiempo, asistir a
eventos familiares que si podía evitaba sistemáticamente, y últimamente sus
fines de semana en que el hombre desaparecía sin dar explicaciones para
regresar el lunes, con cara de no haber roto un plato. Caradura.
Pero aquelllas vacaciones se
las dedicó a su mujer, que deseaba más que nada en el mundo rehacer su vida con
alguien que de verdad la mereciera, no perder el tiempo más en una situación
que estaba llamada a no durar.
Habían decidido pasar los
primeros días en la garganta del Cares, recorriendo aquel angosto camino que
bordeaba el impresionante precipicio. Sería la última vez que compartirían
vacaciones. Ella buscaría el momento adecuado para solicitarle el divorcio.
Caminaron tranquilamente, sin prisa, mientras un nutrido grupo de muflones
presidía una de las altas montañas, hierático, observando lo que ocurría en sus
dominios, el cielo despejado, brillante el día.
Marchaban despacio, hasta que
el marido, aficionado a los fósiles, vio una gran piedra cuya superficie dejaba
ver el dibujo tatuado por el tiempo de un trilobites, que él poseía en su
amplia colección, pero aquel tenía algo que le llamó la atención, y se
encontraba en el borde mismo del precipicio, semienterrado y de un tamaño
considerable, la piedra en conjunto podía pesar más de veinte kilos, así a ojo
de buen cubero, lo que aumentó su ansia por ver y fotografiar aquel ejemplar que,
obviamente, no podría llevarse a cuestas. Se deslizó con cuidado hacia el
fósil, mientras la mujer se quedaba arriba, sentada en el suelo, observando la
impresionante panorámica, no apta para personas que sufran de vértigo.
El hombre se echó un poco hacia
atrás para fotografiar mejor el ejemplar, hasta que uno de sus pies trastabilló
y amagó con derribarlo desfiladero abajo. Quedó agarrado por las manos a la
cornisa, quedando colgado esperando la ayuda de su mujer.
-¡Ayúdame, Leire! ¡Me caigo!
La mujer se levantó sin darse
excesiva prisa. Tal vez aquel fuera el momento adecuado para plantearle sus
deseos. Le cogió por una mano mientras le habló de esta manera:
-Querido Diego –dijo en tono
solemne-, no sé si ayudarte o dejarte caer. Qué oportunidad.
-¿Pero qué dices, Leire?
¿Dejarme caer? ¿Por qué ibas a hacer eso?
-Por lo muchos años de
engaños, cuernos, retrasos, ausencias, mentiras… en este viaje iba a pedirte el
divorcio, pero ahora igual no hace falta.
-¡Es verdad, he tenido alguna
amiga, pero nunca he dejado de quererte! ¡Ayúdame, venga!
-¿Alguna amiga? ¿Quieres que
empiece? El mismo día de la boda te tiraste a una excompañera de colegio,
Rosita la Tetosa, la rubia de 2º de bachillerato. Lo hiciste en el baño de
caballeros. Durante el viaje de novios te lo hiciste con una camarera en Punta
Cana oculto en los servicios mientras yo permanecía sentada en la terraza del
chiringuito, aunque sabiendo desde el principio lo que hacías. Eso la primera
semana. Llevamos veintidós años juntos y has salido a amante diferente casi cada
mes. Tengo todos los informes. Periódicamente contrato a un detective privado
que me comunica tus andanzas. En ese informe durante estos años figuran los
nombres de quince amantes habituales tuyas, a las que engañabas prometiendo el
amor eterno que antes me prometiste a mí, y rolletes tuyos constan sesenta y
dos. Yo diría que no me has sido fiel. No sé por qué razón debería ayudarte
cuando lo que deseo por encima de todo es perderte de vista. Lo tengo fácil, si
te piso la mano te vas al carajo.
-¡Leire, por favor! El tener
tantos rollos significa que no amaba a ninguno de ellos… solo a ti.
-Claro, por eso no estuviste
en la comunión de tu hija, porque me amabas mucho. Preferiste irte de fin de
semana con doña Asunción Vázquez de Friera, duquesa de Cantalapiedra, un putón
de alta sociedad a la cual no le importa destrozar las familias que haga falta
con tal de calmar sus ardores de ninfómana, pero claro ¡ahí estaba su salvador,
Diego Díaz, descendiente del Cid, que aplacaría sus ansias amatorias mientras alcanzaba
algo más de poder! No trates de negarlo. Lo sé todo, tengo todos los datos. Tu
hija no te lo perdonará jamás. Preferiste a tu amante de entonces a pasar el
día con ella. Mientras Mariely comulgaba tú tenías a un tipo contratado por mí
siguiéndote los pasos. Aquella misma noche los datos estaban en mi poder. De
esto ya hace doce años y desde entonces has seguido con tus conquistas sin
cortarte en absoluto. Te has tirado a cualquier cosa que lleve faldas. Das
asco.
-¡Nena, me caigo! ¡Ayúdame,
las manos me resbalan! ¡No me sostienen más!
La mujer no hizo nada, no
podía. Ella, en realidad, estaba muerta. El hombre la había matado en una de
sus discusiones matrimoniales diez años antes y aquella era su primera salida nueve
años después de cumplir su pena de prisión por el asesinato, solo que aquellos momentos
de Diego Díaz en extremo peligro y profundamente colocado de antidepresivos
sufrió una poderosa alucinación, y acabó creyendo que su mujer le había
acompañado en aquella excursión. Ella, de pie, etérea, viendo cómo su marido se
escurría de la cornisa y se perdía en el vacío. Tarde para rehacer su vida.
Pero Leire era libre, por
fin.
Se acabaron los engaños, los
cuernos, los retrasos, las ausencias, las mentiras.
Se había acabado todo. Él,
que entre rejas había fantaseado con recorrer la afamada a la par que peligrosa
senda, lo primero que haría al abandonar su vida carcelaria, y sin saberlo, lo
último. Las desventajas de haberse cargado a quien, de haber sucedido las cosas
de otro modo, lo habría dado todo por ayudarle.
Tanto que algunos buscan toda
su vida compañía y amor al margen del que ya gozan sin merecerlo, cuando llega
el final, mueren solos.
Requiescat in pace, Diego. Tú
y todos los que son como tú.
La justicia del Cares de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons
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