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viernes, 28 de octubre de 2016

Nuela, la de las flores





Nuela, la de las flores



Iba una mujer paseando con su nieto de seis años por la parte antigua de la ciudad. El niño se fijó en un nuevo elemento que habían instalado en medio de la plaza del Ayuntamiento. Se trataba de un grupo escultórico de bronce que representaba a una anciana rodeada de niñas a las que ofrecía flores. El niño se paró a mirar el grupo escultórico, sin saber bien qué significaba. La abuela le secundó, esperando una pregunta inteligente de su nieto.

-¿Quiénes son estas personas, abu?
-Son Manuela Gonzálvez y unas niñas. Detrás de esas esculturas hay una historia, ven, vayamos a ese banco a sentarnos un rato y te la contaré.
El niño obedeció encantado, adoraba que los mayores le contasen historias. Se sentaron, y la abuela comenzó a hablar.
-Manuela nació aquí en nuestra ciudad, en una familia muy sencilla, sin casi posibles, pues su padre era zapatero remendón y su madre limpiaba casas. Entre los dos míseros sueldos apenas hacían uno de la época. Hablamos de 1941, en plena posguerra. El hambre era una constante sobre todo en las ciudades. Aquí no fue distinto. Muchas familias lo estaban pasando mal, aunque la de Manuela resistía. Sin embargo, un mal día la desgracia llamó a su puerta: su padre fue atropellado por un tranvía y falleció. Y con él se esfumaba la entrada de dinero más importante en la casa, por lo que Nuela como la conocían en el barrio, que por entonces tenía doce años, tuvo que dejar el colegio y ponerse a trabajar. La florista del barrio se apiadó de ella y la contrató para vender ramitos de flores por la calle y ayudar así al negocio también lejos de la tienda. Nuela vendía mucho y bien los ramitos de flores de diferentes tipos a los viandantes que se encontraba por la zona antigua, y la dueña de la floristería estaba muy contenta con ella. Normalmente vendía tres cestas grandes de ramitos al día, lo que estaba muy bien, pensando en que la carestía de la posguerra alcanzaba a casi todo el mundo que con ella se cruzaba cada día por la calle. 

Una de aquellas jornadas en las que el mal tiempo dominaba la vida cotidiana, Nuela avanzaba con dificultad, pero no cejaba en su empeño, y a cada persona que veía ofrecía su mercancía. Entonces vio a unas niñas llorando y les preguntó qué les pasaba. Las niñas, que eran cuatro y la mayor tenía ocho años, le dijeron que su madre estaba muy enferma pero que no tenían dinero para pagar los medicamentos que podían curarla. Nuela se apiadó de ellas, y las acompañó a su casa, que se encontraba cerca. Se trataba de un piso desvencijado con las ventanas rotas, pero limpio y ordenado en su pobreza. La madre yacía en su cama. Una de las niñas se acercó para decirle que tenían una visita. Nuela se acercó con respeto y ofreció un ramo a la madre.
-No puedo pagárselo, pero gracias.
-No me ha entendido. Le regalo este ramo. Lo pondré en ese jarrón. Ahora tengo que irme, pero regresaré con ayuda.

Le tocó la frente y ardía. Se despidió y salió de allí rápidamente. Si se daba prisa igual podía encontrar la farmacia abierta. Al cabo de un rato regresó a casa de la enferma y dejó sobre la mesa una bolsa de papel con la medicación que le había sugerido el farmacéutico. También dejó un paquetito de pasteles que pensaba que les iba a ayudar a quitar el hambre aquella noche. Se dio cuenta de que había gastado el dinero que había conseguido vendiendo flores en aquel acto de amor al prójimo. Entonces tuvo miedo y decidió que la floristera no supiese lo que había ocurrido con su dinero. Resolvió buscarse la vida para que al regresar a la tienda la jefa no sospechase nada. No se le ocurría cómo arreglarlo, cuando se le encendió la bombilla. Haría algo distinto que tal vez le ayudaría a salir del paso. Se acercó al museo más importante de la ciudad, y, una vez situada al lado de la puerta principal comenzó a cantar, dando grandes voces, no entonaba bien, y su voz carecía de todo matiz. Resultaba desagradable escucharla y cualquiera hubiera dado cualquier cosa porque aquella criatura hubiese cerrado la boca. Sus voces llamaron la atención de la policía, que la detuvo al instante, pues existía una ley que prohibía mendigar. Pero, cuando se la llevaban, una mujer muy bien vestida que salía de aquel edificio paró la acción de los agentes, que obedecieron sin rechistar.


-¿Quién eres y qué haces aquí? -preguntó la mujer a la niña.
-Me llamo Nuela y necesito dinero para ayudar a una familia que lo está pasando mal.
-¿La tuya?
-No. La mía lo pasa mal, pero menos que otras. Gasté lo que había sacado vendiendo flores para ayudarla, y ahora no sé cómo hacer para reponerlo. La florista se enfadará y me despedirá.
-Se me ocurre algo. Ven. Vamos a esa floristería de ahí enfrente.
Entramos en la tienda de la competencia y la mujer sacó una billetera. Llenó la cesta de ramitos para que Nuela no tuviera que ponerse a cantar, y le dio además unos cuantos billetes que ella guardó agradecida. Nunca supo quién era la mujer que le había ayudado. Ese día Nuela vendió todo el contenido de la cesta de tal modo que cuando regresó a la floristería llevaba todo el dinero y más. Le dio a la florista lo que le correspondía y guardó el resto. Luego fue a casa de la enferma y le dio todos los billetes menos uno, que se guardó para su propia familia. 

-Así podrá pagarse toda la medicación hasta que se cure. Luego se pondrá a trabajar y ya no pasarán más hambre.
Así fue. La madre se repuso, volvió a trabajar y esa familia salió adelante.
Después de ese día la niña ayudaba a todas las familias de los niños que veía pidiendo o llorando por la calle. Buscaba la forma de reponer el dinero, unas veces limpiaba los escaparates de las tiendas a cambio de una propina, otras veces ayudaba a gente mayor a cruzar las calles, otras se ofrecía para limpiar a fondo un negocio a cambio de algo de dinero que servía para reponer el conseguido y gastado en caridad proveniente de la venta de las flores. Hasta descargó mercancías en un puerto seco de camiones cercano, despertando la admiración de los allí presentes por su gran fuerza de voluntad. A todos los que ayudaba les regalaba un ramito. Por eso se le conocía como “Nuela, la de las flores”. Nunca dejó la floristería porque eso le aseguraba un sueldo pequeño con el que poder ayudar. Se apresuraba en vender dos cestos de mañana y uno de tarde de forma apresurada para poder disponer de todo el tiempo libre posible después, porque en esa otra jornada laboral complementaria podía pasar de todo, tanto conseguir el dinero para reponerlo, como todo lo contrario. Pero ella tuvo suerte. Era tan dispuesta y trabajadora, y sus intenciones eran tan sanas, que pasó muchos años ayudando, hasta que las cosas mejoraron y ya no se veía tanta desgracia por las calles. Cuando la floristera falleció le dejó el negocio a ella, que desde entonces ya no necesitaría trabajar en otros lugares para seguir ayudando, entonces iba directamente a las casas de los necesitados y actuaba según cada situación. Les daba dinero, apoyo psicológico y ayuda para encontrar trabajo. Poco a poco se hizo mayor y no hace mucho, apenas cinco años, murió. Entonces toda la gente a la que ayudó con los años y que fue mucha, solicitaron del Ayuntamiento un homenaje a quien lo dio todo por los demás, y erigieron esa escultura tan bonita.


-Es una gran historia, abu. Y esa señora era buena.
-Sí, cariño -dijo ella, sonriendo, sin revelarle que la enferma de la historia era su madre, y que una de las cuatro niñas que lloraban era ella misma-. Ojalá hubiese más como ella. El mundo sería mucho mejor.





Nuela, la de las flores de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons


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