Una
decisión difícil
Los niños estaban asustados. Se
encontraban en clase, cuando las sirenas empezaron a sonar. Un bombardeo. Ruido
de aviones que traían cantos de muerte a un pueblo que no entendía el porqué.
El profesor apremió a sus alumnos a correr a sus casas, la mayoría vivía en las
cercanías del colegio, para reunirse con sus familias en los refugios
antiaéreos de costumbre. Las alarmas sonaban durante diez minutos, y en ese
breve lapso de tiempo la gente trataba de ponerse a cubierto. Muchas veces las
bombas caían nada más empezar a sonar las sirenas, otras veces había más
margen, pero por regla general, solía quedar tiempo.
En aquel barrio de Alepo había
dos refugios perfectamente equipados para estancias de larga duración y que
podían acoger a miles de personas, aunque últimamente desaparecían las latas de
conserva de los anaqueles, pues había gente que estaba en paro, pues muchas
empresas habían cerrado durante esta guerra, y apenas tenían nada que comer.
Otras personas iban reponiendo de su bolsillo las reservas desaparecidas sin
hacer preguntas. Normalmente los refugios se llenaban de gente y la estancia no
solía superar el cuarto de hora hasta que cesaban de caer las bombas. Luego
quedaba la parte más dura: comprobar que todo seguía en pie como antes del
ataque, y que no faltaba nadie, o que nadie yacía entre las piedras de los
edificios destruidos y de los que se elevaban multitud de volutas de humo. Casi
siempre encontraban algún fallecido, gente que desoía las advertencias de las
alarmas y seguía en su casa o negocio a lo suyo. Y es que había gente que,
cuatro años después de comenzar las hostilidades, ya estaba tan hecha a esas
situaciones, tanto que terminaban por ignorarlas, y seguían con su vida hasta
que una bomba mal tirada decidiese segársela. Puro azar. Siempre hay gente que
elige jugársela a todo o nada.
Los hermanos de seis y siete
años llegaron al refugio donde les esperaban su madre, sus tías y sus hermanas.
Los hombres por regla general se ocultaban en refugios cerca de sus lugares de
trabajo, que iban mermando a ojos vista. Cada bombardeo dejaba a más gente en
la pobreza, sin trabajo, sin nada que llevarse a la boca, así, de repente.
Saltaban por los aires los edificios oficiales y todos los demás de los
alrededores. En esa parte de la ciudad ya no había panaderías, restaurantes ni
tiendas de confección. De hecho no existía vida comercial alguna, casi todos
los edificios presentaban un aspecto ruinoso. Los profesores decidieron no
cerrar la escuela, como símbolo de una normalidad que en realidad no existía.
-Niños, menos mal que habéis
llegado a tiempo –dijo la madre mientras se oían caer las primeras bombas de la
mañana-. Vuestro padre y yo hemos decidido marcharnos del país. Deberéis
despediros hoy mismo de vuestros amigos. Saldremos mañana al amanecer. Nunca
más volveremos a tener que refugiarnos para no ser alcanzados por una bomba.
Nunca más os pondremos en peligro por no tener valor para dejarlo todo en pos
de un lugar en paz en el que podamos vivir sin miedo. No quiero perderos por
nada del mundo.
La madre abrazó a sus cuatro
hijos, dos niños y dos niñas, la menor de cinco años, la mayor de once. Todos
hipaban de desasosiego.
-No
volveremos a sentirnos así, os lo prometo. Nos vamos a Europa. Dicen que allí,
en Suecia, hay un alto nivel de vida, en el que vuestro padre encontrará
trabajo de analista informático fácilmente. Y yo puedo buscar trabajo en las
universidades, sigo siendo doctora en bioquímica, eso no me lo quita nadie. Eso
sí, tendremos que aprender sueco si con el inglés no llega, pero no importa,
cualquier cosa con tal de recuperar nuestra vida. Dicen que los europeos han
aprendido de sus dos guerras mundiales y son acogedores y comprensivos con
nuestro drama. Todo irá mejor, niños, no lo olvidéis.
-¿Vamos
a dejar todas nuestras cosas aquí, como las consolas, la piscina o nuestro
barco en Samandagi?
-Sí,
cariño, no podemos llevarnos todo eso. El barco nos lo han requisado los militares, si no, nos iríamos en él. Pero en cuanto acabe la guerra
volveremos para recoger todo lo que podamos llevarnos, te lo prometo. Sólo me
llevaré un álbum de fotos, algo de ropa para todos y ya está.
-¿Puedo
llevarme mi peluche de dormir? –preguntó una de las niñas.
-Sí,
cielo. Pero solo uno.
-¿Y
mi equipo de pádel? –preguntó uno de los niños.
-No,
pequeño. Coge solo una pala y una pelota y ya está.
-¡Y
yo cojo la mía y así podemos jugar juntos cuando veamos algún sitio que lo
permita! –exclamó otro de los hermanos.
-De acuerdo, pero recordad que solo llevaremos con nosotros
lo mínimo necesario. Lo demás lo compraremos en Suecia cuando nos
establezcamos. Todo irá bien –decía la madre mientras abrazaba a una de sus
hijas y se balanceaba mirando hacia la nada con preocupación.
Al día siguiente huirían de las bombas como cientos de miles
de sirios. Muchos de ellos jamás llegarían a destino. Y Europa construiría muros
para dejarlos fuera, a ellos que lo habían tenido todo.
Europa sacó su verdadera cara. Esa familia jamás llegaría a
Suecia, sino que languidecería en uno de los enormes campamentos de refugiados en Turquía. Demasiado tarde para retroceder, pero el continente solo quería
desentenderse del problema. La madre comprobó con los meses de mucho andar
entre barro y penalidades, que en realidad en Europa no habíamos aprendido nada
de nuestra historia y les dábamos la espalda.
A ellos que lo habían tenido todo.
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