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jueves, 18 de febrero de 2016

Los Maquillados





Los Maquillados





La joven se encontraba dentro de un arcón antiguo de madera, escondida y conteniendo la respiración. Jadeaba y el miedo hacía que sudase copiosamente. En el exterior se oía el ruido ensordecedor de una sierra mecánica, y unas risotadas. De pronto, la puerta del arcón fue abierta. Un personaje vestido de payaso con la motosierra en la mano la vio y comenzó a reír.

-¡Te he encontrado! ¡Te he encontrado y te voy a matar! –gritaba el payaso que esgrimía una mirada que parecía que los ojos le iban a estallar en sus propias cuencas. 


 La joven se acurrucó, sacó su mano y espolvoreó esos ojos con un pulverizador de gas pimienta. Salió ágilmente del arcón y, mientras, el payaso gritaba por el terrible escozor del que no podía zafarse. Ella aprovechó para robarle la motosierra y empujarlo hacia el arcón.

-¿Qué pasó, psicópata maquillado? Parece que las circunstancias han cambiado. En realidad yo te encontré a ti. Te he buscado sin descanso, pero aquí estás, al fin.

El payaso seguía frotándose los ojos, pero se reía a la vez.

Ella no había visto a quién tenía detrás, que se había ido acercando poco a poco. El Payaso Mayor de la secta. El más grande, terrible e implacable asesino de todos. El monstruoso payaso la levantó en el aire, pero no contó con que ella era de profesión policía y jardinera en sus ratos libres, por lo que sabía manejar las motosierras como nadie. En un abrir y cerrar de ojos, y mientras ella seguía en el aire, le pasó el filo de la sierra desde la entrepierna hasta el pecho. El corazón y otras vísceras quedaron al aire. El monstruo, con expresión de incredulidad, cayó al suelo.


Cuando el payaso del arcón vio aquello, se asustó. Seguían picándole los ojos terriblemente. La joven se le acercó, mientras otros encañonaban al maquillado ser con sus armas de reglamento.

-No, déjalo Silvia, ya estamos aquí. ¿Estás bien?
-Soy una superviviente, ¿recuerdas? Estos payasos dejarán de hacer sus gracietas por un tiempo.
-El grande está muerto.
-Era él o yo.
-Está bien, no te enfades. Eres policía, hiciste tu trabajo y salvaste tu vida.
-Mi vida y la de estos otros seres –dijo mientras caminaba y abría una trampilla del suelo de la sala.


Cuando el policía abrió la trampilla un hedor insoportable ascendió y obligó al agente a otros policías que allí acudieron a echarse para atrás. Lo que vio le dejó helado: unos cuarenta  niños y niñas pululaban por el sótano, llorosos, sucios y oliendo la sangre de otras personas que allí colgaban desangrándose como terneras tras el sacrificio. Entre los colgados se encontraba la directora del centro y sus ayudantes, diez fallecidos en total. Por ellos no se podría hacer nada, pero sí por los que seguían vivos.

Silvia había salvado su vida y la de los niños. Y aquel orfanato mancillado por la sangre y la locura cerraría sus puertas.

Cuando unos días antes la directora del centro contrató a aquellos payasos para celebrar el cumpleaños de uno de los niños, no sabía a quiénes había metido en la casa. Una secta, que se hacía llamar “Los Maquillados”, que solo admitía entre sus filas a psicópatas en paro, y que aprovechaba las fiestas ajenas para cometer sus asesinatos. Los gritos que llegaban desde la residencia regularmente de un tiempo a esta parte alertaron a los vecinos, que avisaron a la policía de inmediato: algo extraño pasaba en aquel lugar.

Desde entonces, aquella gran casa de la colina dicen que tiene fantasmas, que cada noche de luna nueva pueden verse en el jardín de la fachada los espectros del Payaso Mayor y de la directora del centro peleando, motosierra espectral en mano. Él, defendiendo su locura, ella defendiendo a los niños.



Las nubes ocultan el firmamento estrellado, mientras el drama se repite una y otra vez, en un bucle sin final.

A Silvia nunca le gustaron los payasos especialmente, pero lo que sí adora desde entonces, es su envase de gas pimienta.








Los Maquillados de Susana Villar está subjecta a una licència de Reconoixement 4.0 Internacional de Creative Commons






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