La
esperanza de un pueblo
De
niño fue criado entre algodones. Su madre, le dijeron, había muerto en su
propio parto, y su padre, el rey, se hallaba inmerso en los problemas de su
país, por lo que un grupo de educadores en todo tipo de materias lo llevaron a
la edad adulta, casi sin referentes adultos en los que reflejarse.
Su
educación se convirtió en asunto prioritario para el estado, pero, de tanto
énfasis que pusieron en sus conocimientos, descuidaron otras facetas, como el amor, la empatía, la simpatía.
El joven era un ser arisco, antipático, y no sentía ninguna pena por las personas que no tenían apenas para comer.
Su país era uno de los más pobres del mundo, pero oropeles y honores nunca faltaron en aquella corte.
El joven era un ser arisco, antipático, y no sentía ninguna pena por las personas que no tenían apenas para comer.
Su país era uno de los más pobres del mundo, pero oropeles y honores nunca faltaron en aquella corte.
Por
fin, un día se produjo lo que tanto había esperado: la muerte de su padre y su posterior
coronación como nuevo rey de aquel lejano país. Las campanas expresaron su
alegría en todos los templos sonando sin parar, las gentes mostraban un
semblante esperanzado, creían que el nuevo rey se preocuparía por las personas
que lo estaban pasando mal, pues hacía poco que habían superado una epidemia
que había sumido al pueblo en la muerte y la desolación. Pero… no sabían lo
equivocadas que estaban.
Una
época de terror se extendió por el reino en apenas unos meses tras la
coronación. Las denuncias falsas entre vecinos con el solo propósito de
apropiarse de tierras y riquezas ajenas, proliferaron, y la justicia condenaba
a muerte o a trabajos forzados a cualquiera que fuese denunciado, sin pruebas,
por el solo valor de la sospecha. Promulgó leyes que aumentaban los impuestos
hasta límites asfixiantes para el pueblo, se apropió del dinero recaudado sin
pudor, y sin pudor mostraba su riqueza, haciendo ostentación de ella en cuanto
tenía ocasión. Además prohibió a la gente quejarse de su situación de
precariedad, su imagen podía deteriorarse en otros países, así que impuso la
ley del silencio. La pillería, la corrupción y las mentiras se convirtieron en
moneda corriente en aquel país.
Un
día, durante una de las audiencias públicas que todavía se dignaba a atender, se dio de bruces con un caso que
no esperaba. La Guardia Real había detenido a una mujer que trataba por todos
los medios de entrar en el Salón del Trono, todo forrado de láminas de oro
auténtico. La detuvo cuando ya se encontraba justo enfrente del monarca.
Se
trataba de una mujer vestida de negro de la cabeza a los pies, la saya larga,
el mandil, la camisa y su pañuelo negro en la cabeza. Podría tener entre
cincuenta y cinco y sesenta años.
-¡Majestad,
necesito hablar con vos! –exclamó ella, echándose de bruces en el suelo, a los
pies del rey.
-Levántate.
Lleváosla. No quiero saber nada de las miserias ajenas. No son culpa mía y no
puedo hacer nada por arreglarlas.
-¡Mi
señor, sois injusto, el pueblo os teme y os odia, no pueden asumir vuestros
impuestos, y mal veo que no vivís! –exclamó ella mientras la sacaban en
volandas.
-¡Que
la ajusticien ahora mismo! ¡No puedo permitir que alguien ose importunarme de
esta manera!
-¡Mala
fortuna y breve reinado auguro a quien es capaz sin escucharla de matar a su
propia madre! –exclamó, lo que puso al joven los pelos de punta.
-¡Esperad!
¿Qué dices, anciana? ¿Mi madre tú? ¡Mi madre murió en el parto de mi
nacimiento!
-No
es verdad. Tu madre soy yo –aseguró ella tuteando al rey-, pero molestaba a tu
padre, que prefería llenar su lecho de jovenzuelas que vivían solo para buscar
su fortuna entre brazos reales. Soy la reina sin trono, aquella que fue
desterrada solo por haber cometido la torpeza de seguir adelante con tu
embarazo. Me lo debes todo. Puedo demostrarlo.
La
anciana sacó de debajo de su saya un collar propio de la familia real,
una rosa de oro que solo los familiares de los reyes poseían.
-Ah…
no sé qué decir –dijo el rey, mientras bajaba el estrado donde se encontraba el
trono en dirección a ella.
-Pues
no digas nada. Actúa. Limpia el deshonor que mancha el prestigio de esta casa
real. Comienza a gobernar para las personas, no solo para ti. Hay una conspiración
en marcha para destronarte y matarte después. He venido a avisarte. Nada
quiero. Nada para mí, pero sí para mis vecinos. Baja los impuestos, y lo que
recaudes úsalo para beneficio de las personas. Estamos ya en el siglo XIX, y
hay mejoras que puedes acometer en las ciudades y los pueblos de todo el país,
alcantarillado, agua corriente en las casas, alumbrado nocturno para evitar los
robos, violaciones y asesinatos durante las noches. Invierte en tu pueblo. Crea
un sistema de salud para que todas las personas puedan curarse cuando lo necesiten.
Reparte dinero periódicamente y a fondo perdido entre las personas mayores que
ya no tienen fuerzas para seguir trabajando, y evitar así que se mueran de
hambre. Abre escuelas para que la gente aprenda a leer y escribir, y aumente la
cultura de todos, lo que beneficiará al país en su conjunto y ayudará a las
personas a vivir mejor, pues podrán optar a mejores trabajos. Después todos te
amarán y podrás subir los impuestos si lo deseas, porque la gente podrá
pagarlos sin que resulte un problema para ellos. Si haces estas cosas, todas
las demás monarquías te admirarán y hablarán bien de ti. Deja de mirar tanto a
tu ombligo, y comienza a pensar en los demás a los que gobiernas. Eso te hará
grande. Si lo haces la Historia te juzgará con magnanimidad, si omites mi
consejo, ella misma te condenará, y no podrás hacer nada por impedirlo. Es
ahora cuando puedes evitarlo, después será tarde. Ahora que ya te he dicho lo
que venía a decirte, puedes ajusticiarme si lo deseas. No deseo vivir para ver
cómo destruyes y dilapidas la herencia que graciosamente has recibido.
-No.
No morirás. Llamad a las meninas, que se ocupen de ella. Que la bañen, la
vistan y la alimenten. Luego que venga a mí, tenemos mucho de qué hablar.
Algo
se le había revuelto en su interior cuando vio a aquella mujer que parecía una
vieja pobre y desnutrida, pero en los ojos de la cual había visto su infancia
robada, y esa enorme ternura que toda madre destila cuando tiene delante a su
hijo mayor convertido en adulto, y además, en rey.
Y
es que lo que una madre no consiga, nadie lo hará. Y el rey cambió. Dejó de
llamarse rey, para pasar a ser primer ministro. Renunció a sus oropeles e hizo
caso al consejo de aquella mujer. La vida del país mejoró, y el hombre fue
admirado y aclamado por todos sus habitantes y por los gobernantes de otros
países, que tomaron nota.
Lástima
que esto solo sea un cuento. Algunos políticos deberían hacer más caso a su
madre, a su corazón. Tal vez así quede esperanza para nosotros.
La esperanza de un pueblo de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons