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viernes, 17 de junio de 2016

El otro camino a Stonehenge





El otro camino a Stonehenge




Estábamos de viaje por el Reino Unido, mi hermana, mi compañero, nuestro hijo y yo. Conocíamos la leyenda de las antiguas piedras de Stonehenge, que básicamente consistía en que no había leyenda. Las teorías sobre su razón de ser eran múltiples, pero ningún erudito se ponía de acuerdo en por qué motivo aquella sociedad antigua erigió ese impresionante monumento. Queríamos ir a visitarlo, a ser posible al amanecer para comprobar lo que se decía del paso de los primeros rayos del sol a través de sus estratégicamente alineados menhires, lo que requería pasar la noche en la región, y para ello nos alojamos en una pensión de un pueblo cercano, a unos dos kilómetros del lugar.


La pensión era bastante lóbrega: la habitación lucía amplios desconchones en la pared, las camas consistían en cuatro literas ataviadas con antiguas colchas de patchwork, el suelo presentaba un aspecto sucio, y amplias grietas se abrían de los muros hacia el techo. No tenía ventana alguna que aliviase el terrible bochorno que nos agobiaba, y eso casi era lo peor de todo, pero, dada la escasa oferta hostelera en la zona, no tuvimos más opción. Se trataba del verano más cálido en Gran Bretaña desde que se efectuaban mediciones. Un gran póster carcomido por los años cubría la pared opuesta a la de la puerta. Poco se veía en él, salvo el propio Stonehenge, en una foto antigua y que había sido manoseada por los años en aquel lugar lúgubre, cargado de humedades y con un aroma un tanto desagradable.


Nos echamos a dormir con la ropa de calle, no confiábamos en la limpieza de las sábanas, y el calor impedía la llegada del sueño. Súbitamente, me levanté de la cama, envuelta en sudor, y los demás hicieron lo mismo. Me preguntaron qué estaba haciendo, y, sin pensarlo demasiado, arranqué el póster de la pared. Lo que vimos nos dejó atónitos: una puerta de salida daba a un campo oscuro cruzado por un camino que salía justo delante de nosotros, y, si mirábamos a través de ella apenas asomando, podíamos ver que otras personas hacían lo propio: mirar perplejos los otros muchos caminos que cruzaban el campo oscuro pero fuertemente iluminado por una luna llena y oronda. Había cientos de personas asomadas en las respectivas habitaciones de hostales súbitamente salidos de la nada y que nos observábamos los unos a los otros, y ello contradecía lo que pensábamos sobre la escasez de alojamiento en el pueblo.


Una vez superado el primer susto, salimos de allí, y las otras personas hicieron lo mismo.  Tomamos el camino trazado, y al cabo de un rato nos llevó a una puerta abierta de una nave industrial. La cruzamos ¿qué podía pasar? Lo que vimos nos alegró el espíritu: se trataba de una brewery, una fábrica de cerveza, con sus enormes barriles metálicos de miles de litros de nuestra bebida favorita. Nos adentramos en ella, nadie salió a recibirnos dada la tardía hora, y vimos que varios caños nos invitaban a catarla, y no nos negamos, el calor era asfixiante y una pinta fresca nos ayudaría a sobrellevarlo.

Después recorrimos en línea recta el lugar que parecía no terminarse nunca, allí había más cerveza de la que nunca podríamos soñar, y, cuando ya parecíamos estar en medio de un bucle, una puerta apareció ante nosotros. La abrimos, y entonces cientos de personas más hicieron lo propio, cada grupo de ellas saliendo de su propia brewery


De nuevo el estupor al volvernos a encontrar, pero al mirar hacia el fondo del campo, pudimos vislumbrar las oscuras siluetas de Stonehenge, hieráticas en medio de la potente luz de la luna. Entonces entendimos. Era una carrera entre grupos de gente, los que más se hubiesen entretenido bebiendo, no podrían llegar a tiempo y se quedarían fuera. Emprendimos la carrera casi sin tomar aliento en dirección a los menhires, que tardaban en materializarse. El miedo se instaló en mi cabeza, pues una nube ocultó la luna y la noche en el campo abierto siempre produjo ese efecto en mí. El campo se ondulaba ante nuestros ojos y ello dificultaba el acercamiento: se oían gritos de gente con esguinces, caídas, hasta que, transcurridos unos minutos corriendo que parecieron días, una llanura se abrió definitivamente ante nosotros.


Habíamos llegado. Fuimos los primeros en hacerlo, y tuvimos premio: la luz de la aurora atravesó las piedras y dio de lleno en nuestros corazones. Sentí algo en mi interior que todavía hoy pervive: cambié el miedo por valentía. Cada paso dado en medio de la oscuridad había sucedido para llegar a aquel momento lejos de la masificación turística: lo imponente de aquella alineación sin explicación nos llenó lo suficiente como para olvidar el extraño camino recorrido, y sentarnos plácidamente a tomar los primeros rayos del sol que habían traído a nuestra vida, por fin, frescura.










El otro camino a Stonehenge de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons











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