El
otro camino a Stonehenge
Estábamos de viaje por el Reino
Unido, mi hermana, mi compañero, nuestro hijo y yo. Conocíamos la leyenda de
las antiguas piedras de Stonehenge, que básicamente consistía en que no había
leyenda. Las teorías sobre su razón de ser eran múltiples, pero ningún erudito
se ponía de acuerdo en por qué motivo aquella sociedad antigua erigió ese
impresionante monumento. Queríamos ir a visitarlo, a ser posible al amanecer
para comprobar lo que se decía del paso de los primeros rayos del sol a través
de sus estratégicamente alineados menhires, lo que requería pasar la noche en
la región, y para ello nos alojamos en una pensión de un pueblo cercano, a unos
dos kilómetros del lugar.
La pensión era bastante
lóbrega: la habitación lucía amplios desconchones en la pared, las camas
consistían en cuatro literas ataviadas con antiguas colchas de patchwork, el suelo presentaba un
aspecto sucio, y amplias grietas se abrían de los muros hacia el techo. No
tenía ventana alguna que aliviase el terrible bochorno que nos agobiaba, y eso
casi era lo peor de todo, pero, dada la escasa oferta hostelera en la zona, no
tuvimos más opción. Se trataba del verano más cálido en Gran Bretaña desde que
se efectuaban mediciones. Un gran póster carcomido por los años cubría la pared
opuesta a la de la puerta. Poco se veía en él, salvo el propio Stonehenge, en
una foto antigua y que había sido manoseada por los años en aquel lugar
lúgubre, cargado de humedades y con un aroma un tanto desagradable.
Nos echamos a dormir con la
ropa de calle, no confiábamos en la limpieza de las sábanas, y el calor impedía
la llegada del sueño. Súbitamente, me levanté de la cama, envuelta en sudor, y
los demás hicieron lo mismo. Me preguntaron qué estaba haciendo, y, sin
pensarlo demasiado, arranqué el póster de la pared. Lo que vimos nos dejó
atónitos: una puerta de salida daba a un campo oscuro cruzado por un camino que
salía justo delante de nosotros, y, si mirábamos a través de ella apenas
asomando, podíamos ver que otras personas hacían lo propio: mirar perplejos los
otros muchos caminos que cruzaban el campo oscuro pero fuertemente iluminado
por una luna llena y oronda. Había cientos de personas asomadas en las
respectivas habitaciones de hostales súbitamente salidos de la nada y que nos
observábamos los unos a los otros, y ello contradecía lo que pensábamos sobre
la escasez de alojamiento en el pueblo.
Una vez superado el primer
susto, salimos de allí, y las otras personas hicieron lo mismo. Tomamos el camino trazado, y al cabo de un
rato nos llevó a una puerta abierta de una nave industrial. La cruzamos ¿qué
podía pasar? Lo que vimos nos alegró el espíritu: se trataba de una brewery, una fábrica de cerveza, con sus
enormes barriles metálicos de miles de litros de nuestra bebida favorita. Nos
adentramos en ella, nadie salió a recibirnos dada la tardía hora, y vimos que
varios caños nos invitaban a catarla, y no nos negamos, el calor era asfixiante
y una pinta fresca nos ayudaría a sobrellevarlo.
Después recorrimos en línea
recta el lugar que parecía no terminarse nunca, allí había más cerveza de la
que nunca podríamos soñar, y, cuando ya parecíamos estar en medio de un bucle,
una puerta apareció ante nosotros. La abrimos, y entonces cientos de personas
más hicieron lo propio, cada grupo de ellas saliendo de su propia brewery.
De nuevo el estupor al
volvernos a encontrar, pero al mirar hacia el fondo del campo, pudimos
vislumbrar las oscuras siluetas de Stonehenge, hieráticas en medio de la
potente luz de la luna. Entonces entendimos. Era una carrera entre grupos de
gente, los que más se hubiesen entretenido bebiendo, no podrían llegar a tiempo
y se quedarían fuera. Emprendimos la carrera casi sin tomar aliento en
dirección a los menhires, que tardaban en materializarse. El miedo se instaló
en mi cabeza, pues una nube ocultó la luna y la noche en el campo abierto
siempre produjo ese efecto en mí. El campo se ondulaba ante nuestros ojos y
ello dificultaba el acercamiento: se oían gritos de gente con esguinces,
caídas, hasta que, transcurridos unos minutos corriendo que parecieron días,
una llanura se abrió definitivamente ante nosotros.
Habíamos llegado. Fuimos los
primeros en hacerlo, y tuvimos premio: la luz de la aurora atravesó las piedras
y dio de lleno en nuestros corazones. Sentí algo en mi interior que todavía hoy
pervive: cambié el miedo por valentía. Cada paso dado en medio de la oscuridad
había sucedido para llegar a aquel momento lejos de la masificación turística: lo
imponente de aquella alineación sin explicación nos llenó lo suficiente como
para olvidar el extraño camino recorrido, y sentarnos plácidamente a tomar los
primeros rayos del sol que habían traído a nuestra vida, por fin, frescura.
El
otro camino a Stonehenge de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons
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