Diamantes y cantos rodados
El hombre había
destacado siempre por su chulería. Había trabajado en una gran empresa y eso
había sido motivo suficiente como para mirar por encima del hombro a todo el
que no hubiese seguido una trayectoria laboral parecida a la suya. Su
personalidad respondía a esa clase de personas que daban una imagen progresista
y luego en la intimidad pensaban todo lo contrario: que había que salvaguardar
las costumbres milenarias que habían moldeado el carácter de su pueblo. Sin
embargo, en cualquier sociedad, hasta los miembros más soberbios experimentan
la necesidad de relacionarse con personas de extracción social más baja. Eso él
lo asumía con asco y desprecio como un mal menor, porque era consciente de que
no todo el mundo era un personaje tan especial como él. Receptor de un sueldo
abundante, vestido a la última, que conducía el mejor coche, y que vivía en un
chalet solo permitido a familias que ingresaban tres sueldos altos, él era el
paradigma del hombre de mediana edad soltero y triunfador. Socialmente no era
igualmente tan querido, la gente no era tan necia como él pensaba y su
toxicidad era de todos conocida.
Representaba el paradigma
del triunfador soberbio.
Un día tomó a su
perro, uno de esos grandes y musculosos que se decía procedían de laboratorio,
a la sazón uno de los pocos seres sobre la Tierra que toleraban su actitud, y
lo subió al coche para ir a visitar una zona de la provincia desconocida para
ambos, en la España profunda. Se trataba de ver sus rincones típicos y degustar
su gastronomía, lo hacían a menudo. Circulaban por una carretera secundaria a
su paso por uno de esos pequeños pueblos del noroeste con una estética que te
trasladaba a otros tiempos, cuando este se salió de la calzada. El hombre era
incapaz de guardar el móvil mientras conducía. Tenía que mirarlo si alguien le
llamaba o le enviaba un mensaje. Eso le había perdido. No pensó en el ser que
le acompañaba. No pensó, sencillamente. El cochazo rojo se salió y se estrelló
contra una casa. Una casa de pueblo, de piedra, construida con irregulares y
grandes cantos rodados, las ventanas de madera vieja, desconchada la pintura
verde de sus contras. Su tejado mostraba hileras de gruesas tejas de pizarra desgastadas
por la abundante humedad de la zona, cubiertas de musgo y moho añejo y que
llevaban allí tanto tiempo que nadie recordaba el nombre del teitador.
El ruido asustó al
único habitante de la casa, un anciano que vivía en aquel lugar alejado del
pueblo. Salió y se encontró con un panorama desolador: un coche había impactado
contra la fachada de su casa. Los desperfectos de la pared eran lo de menos. El
coche se había quedado literalmente sin morro delantero, que se aplastaba sobre
la vieja construcción. El can se encontraba bien, salió por la ventana trasera,
que siempre iba abierta para que el perro fuese cómodo atrás. Pero el hombre no
lo estaba. Se encontraba tendido a horcajadas sobre el volante, sin sentido.
Sangraba profusamente.
Cuando despertó, el
hombre se encontraba tendido en una cama en una habitación desconocida, oscura,
sin más muebles que la cama, una mesita de noche, un armario grande y robusto de estilo castellano,
una mesa y una silla. Trató de incorporarse, pero un intenso dolor de cabeza se
presentó de repente y su reacción fue dejarse caer sobre la almohada. La
habitación era antigua. Las paredes estaban construidas de piedra irregular y
los techos eran de madera envejecida por el paso de los años. Vigas enormes y
casi negras cruzaban aquella habitación. Nada que ver con su extraordinario chalet
tipo loft, de estética minimalista,
sus cuadros modernistas, su luz blanca y abundante, su equipación con las
últimas tecnologías. Aquello inspiraba a siglos pasados, viejas con pañuelo
negro en la cabeza, rosarios y jaculatorias, velas por toda luz y una lareira en el suelo como toda cocina. Un
cuadro con la foto de un señor con aspecto mortecino y que llevaba sotana presidía
la sala. Al hombre se le pusieron los pelos de punta.
-En
mi casa. Ha tenido usted un accidente. No se preocupe, su perro está bien. Está
fuera, con el mío. Es un perro impresionante.
-Ya.
¿Cuánto tiempo llevo aquí?
-Dos
meses. Ha tardado mucho en recuperar el conocimiento.
-¿Dos
meses? ¿Dos meses aquí? ¿Por qué no llamó a un hospital? Allí se habrían puesto
en contacto con mi familia.
-No
tengo teléfono. Nunca lo he tenido, ni lo necesito, ni lo quiero –dijo el anciano.
-De hecho no tengo televisión, ni ordenador, ni nada que se le parezca. Aquí
cuando cae la noche juego a las cartas, rezo o leo. Leo mucho.
-Esa
es una opción muy loable, pero yo necesito ponerme en contacto con mi familia y
mis amigos. Deben estar muy preocupados.
-También
voy todos los días al bar del pueblo, que está a una hora caminando, a leer la
prensa, y su caso no se conoce. Nadie le
busca.
-¡Pero
no puede ser! ¿Y en el pueblo hay teléfono?
-Sí.
Pero no está usted en condiciones de andar una hora para ir a llamar. No puede.
-¡Pues
mire en el coche, tiene que estar allí mi teléfono móvil!
-Si
se refiere usted a esta cosa plana que encontré tirado en el suelo, tenga.
-Démelo.
Buff, no tiene carga. ¿Puede conectarlo a algún enchufe con un cable que hay en
la guantera del coche?
-No
tengo luz eléctrica en casa, me la cortaron porque no podía pagarla. Fue cuando
decidí quitar todo lo eléctrico y volver al siglo XIX, lo lamento.
-Estoy…
¿aislado?
-Está
en otro mundo, señor. Su coche destrozó la fachada de mi casa. He ido retirando
los trozos para arreglarla. Ahora mismo no parece que haya pasado nada. Ha
quedado muy bien. Yo fui albañil en mi juventud, ¿sabe?
-¿Los…
trozos? ¿Mi coche ha quedado en trozos? ¡Querría verlo!
-No
se levante, se mareará. Descanse. Verá lo que quedó cuando mejore su estado.
Coma un poco. Los estofados de carne de conejo que cazo a diario son la mejor
medicina. Las hortalizas las cultivo yo mismo, sin veneno.
-¿Y
cómo no avisó en el pueblo del accidente a la Guardia Civil? ¡Dice que va cada
día para leer la prensa! ¿Por qué no lo hizo?
-Por
no molestarles. Usted no estaba muerto, solo era el dueño de un coche roto.
Piense, solo piense, que las cosas que pasan siempre pasan por alguna razón.
-¡Pero
soy un personaje prominente de mi ciudad!
-Pues
su prominencia no hará que mejore, mis cuidados sí. He traído a su perro para
que le haga compañía mientras salgo a la huerta, ha estado a su lado todo el
tiempo. Le dejo comida y bebida abundantes en esa bandeja. Coma. Volveré al
anochecer, traeré carne fresca.
-¡Golfo… perrito, te
encuentras bien! ¡Oiga! Sabe que no puedo andar… ¡Tráigame la bandeja, hombre!
Pero el anciano ya
no podía oírle, se había marchado. El hombre trató de levantarse para reponer
fuerzas, pero no podía. La bandeja se encontraba a tres metros sobre una mesa,
pero hasta esa le parecía una distancia difícil de cubrir. Se dejó caer sobre
la cama de nuevo, mareado y vencido por el hambre. Se dio cuenta de algo que le
horrorizó: sus piernas no respondían a sus deseos de levantarse… ¿se habría quedado
parapléjico?
De repente una idea
le surgió de la cabeza. ¿Estaba pagando por tantos años de arrogancia? ¿Por
tantas veces que juzgó sin conocer y tantas otras que desdeñó a alguien porque
no poseía tanto como él? ¿El karma existe? Gritó, pero nadie le oía. No podía
moverse, no alcanzaba la bandeja de comida, y sentía hambre.
Hizo examen de la
situación, y la conclusión era que tendría que adaptarse a su nueva situación
hasta que pudiese acercarse un día al pueblo y poder efectuar esa llamada que
le devolvería su vida.
Pero… el final de
esta historia no es la deseada por nuestro hombre. Sucedió que el anciano fue
atacado por un oso aquella tarde, cuando trabada de cazar un conejo para la
comida del día siguiente. Nunca regresó. El viejo cayó en una profunda sima ya sin vida. Nunca buscaron su cuerpo, pues en el pueblo dieron por hecho que se
había retirado a su cueva de verano perdida en la montaña, como cada año hasta
que aflojaba el calor.
Cuando llegaron los
fríos hacia principios de diciembre y el anciano no se dejaba ver por el
pueblo, entonces se dio la voz de alarma. Y lo que vieron en su casa les dejó
sin aliento: en el interior, unos pocos restos de un hombre yacían sobre el
suelo, se ve que había intentado reptar por el suelo para llegar a la bandeja
sin conseguirlo y tras meses de reptar por el suelo de la casa buscando algo
comestible a su alcance, habría muerto de inanición. Cerrada la puerta por
fuera, sus restos habrían sido presuntamente devorados por un perro enorme que
también yacía muerto en el suelo de la sala principal, vencido por el hambre. Dado el estado de lo poco que quedaba del cuerpo, no pudieron determinar ni siquiera la identidad del fallecido, dieron por sentado que se trataba del anciano.
Sin una persona
corriente que le asistiese, al individuo especial se le habían acabado los
argumentos. Quién le iba a decir que moriría de hambre. A él, que tanto había
tenido, gozado, derrochado.
Los habitantes del
pueblo creyeron que se trataba de un caso de muerte natural, y procedieron a organizar
su funeral. Lo poco que quedaba de su cuerpo fue enterrado en el pequeño
cementerio del pueblo, con el nombre del anciano y al lado de su mujer, que
llevaba más de medio siglo ocupando aquella sepultura. Una cruz de hierro
oxidada presidió desde entonces su lugar de reposo. Del soberbio nunca se supo
en el pueblo. En la ciudad nadie lo echó de menos, las relaciones con su
familia eran nulas desde hacía años, y su empresa optó por despedirlo al no
poder ponerse en contacto con él durante meses.
Pero había sido fiel a sus principios: murió sin necesitar
dar las gracias al anciano de mentalidad arcaica por sus cuidados cuando yacía
sin conocimiento. A fin de cuentas lo había dejado tirado, literalmente. Y todo
con la colaboración de un presunto ser inferior: un oso. El único final no
previsto. Vivió entre diamantes y murió entre cantos rodados. Esperaba un
panteón de lujo para preservar su memoria, y solo una cruz desvencijada ocultaba
pistas sobre su paradero.
Círculo cerrado. Círculo perfecto.
Diamantes y cantos rodados de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons
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