Nuela, la
de las flores
Iba
una mujer paseando con su nieto de seis años por la parte antigua de la ciudad.
El niño se fijó en un nuevo elemento que habían instalado en medio de la plaza
del Ayuntamiento. Se trataba de un grupo escultórico de bronce que representaba
a una anciana rodeada de niñas a las que ofrecía flores. El niño se paró a
mirar el grupo escultórico, sin saber bien qué significaba. La abuela le
secundó, esperando una pregunta inteligente de su nieto.
-¿Quiénes son estas personas, abu?
-¿Quiénes son estas personas, abu?
-Son
Manuela Gonzálvez y unas niñas. Detrás de esas esculturas hay una
historia, ven, vayamos a ese banco a sentarnos un rato y te la contaré.

-Manuela
nació aquí en nuestra ciudad, en una familia muy sencilla, sin casi posibles,
pues su padre era zapatero remendón y su madre limpiaba casas. Entre los dos
míseros sueldos apenas hacían uno de la época. Hablamos de 1941, en plena posguerra.
El hambre era una constante sobre todo en las ciudades. Aquí no fue distinto.
Muchas familias lo estaban pasando mal, aunque la de Manuela resistía. Sin
embargo, un mal día la desgracia llamó a su puerta: su padre fue atropellado
por un tranvía y falleció. Y con él se esfumaba la entrada de dinero más
importante en la casa, por lo que Nuela como la conocían en el barrio, que por
entonces tenía doce años, tuvo que dejar el colegio y ponerse a trabajar. La
florista del barrio se apiadó de ella y la contrató para vender ramitos de
flores por la calle y ayudar así al negocio también lejos de la tienda. Nuela
vendía mucho y bien los ramitos de flores de diferentes tipos a los viandantes
que se encontraba por la zona antigua, y la dueña de la floristería estaba muy
contenta con ella. Normalmente vendía tres cestas grandes de ramitos al día, lo
que estaba muy bien, pensando en que la carestía de la posguerra alcanzaba a
casi todo el mundo que con ella se cruzaba cada día por la calle.
Una
de aquellas jornadas en las que el mal tiempo dominaba la vida cotidiana, Nuela
avanzaba con dificultad, pero no cejaba en su empeño, y a cada persona que veía
ofrecía su mercancía. Entonces vio a unas niñas llorando y les preguntó qué les
pasaba. Las niñas, que eran cuatro y la mayor tenía ocho años, le dijeron que
su madre estaba muy enferma pero que no tenían dinero para pagar los
medicamentos que podían curarla. Nuela se apiadó de ellas, y las acompañó a su
casa, que se encontraba cerca. Se trataba de un piso desvencijado con las
ventanas rotas, pero limpio y ordenado en su pobreza. La madre yacía en su
cama. Una de las niñas se acercó para decirle que tenían una visita. Nuela se
acercó con respeto y ofreció un ramo a la madre.

-No puedo pagárselo, pero gracias.
-No
me ha entendido. Le regalo este ramo. Lo pondré en ese jarrón. Ahora tengo que
irme, pero regresaré con ayuda.
Le
tocó la frente y ardía. Se despidió y salió de allí rápidamente. Si se daba
prisa igual podía encontrar la farmacia abierta. Al cabo de un rato regresó a
casa de la enferma y dejó sobre la mesa una bolsa de papel con la medicación
que le había sugerido el farmacéutico. También dejó un paquetito de pasteles
que pensaba que les iba a ayudar a quitar el hambre aquella noche. Se dio
cuenta de que había gastado el dinero que había conseguido vendiendo flores en
aquel acto de amor al prójimo. Entonces tuvo miedo y decidió que la floristera
no supiese lo que había ocurrido con su dinero. Resolvió buscarse la vida para
que al regresar a la tienda la jefa no sospechase nada. No se le ocurría cómo
arreglarlo, cuando se le encendió la bombilla. Haría algo distinto que tal vez
le ayudaría a salir del paso. Se acercó al museo más importante de la ciudad,
y, una vez situada al lado de la puerta principal comenzó a cantar, dando
grandes voces, no entonaba bien, y su voz carecía de todo matiz. Resultaba
desagradable escucharla y cualquiera hubiera dado cualquier cosa porque aquella
criatura hubiese cerrado la boca. Sus voces llamaron la atención de la policía,
que la detuvo al instante, pues existía una ley que prohibía mendigar. Pero,
cuando se la llevaban, una mujer muy bien vestida que salía de aquel edificio
paró la acción de los agentes, que obedecieron sin rechistar.
-¿Quién eres y qué haces aquí? -preguntó la mujer a
la niña.

-Me llamo Nuela y necesito dinero para ayudar a una
familia que lo está pasando mal.
-¿La tuya?

-Se
me ocurre algo. Ven. Vamos a esa floristería de ahí enfrente.
Entramos
en la tienda de la competencia y la mujer sacó una billetera. Llenó la cesta de
ramitos para que Nuela no tuviera que ponerse a cantar, y le dio además unos
cuantos billetes que ella guardó agradecida. Nunca supo quién era la mujer que
le había ayudado. Ese día Nuela vendió todo el contenido de la cesta de tal
modo que cuando regresó a la floristería llevaba todo el dinero y más. Le dio a
la florista lo que le correspondía y guardó el resto. Luego fue a casa de la
enferma y le dio todos los billetes menos uno, que se guardó para su propia
familia.
-Así podrá pagarse toda la medicación hasta que se cure. Luego se pondrá a trabajar y ya no pasarán más hambre.
-Así podrá pagarse toda la medicación hasta que se cure. Luego se pondrá a trabajar y ya no pasarán más hambre.
Así
fue. La madre se repuso, volvió a trabajar y esa familia salió adelante.


-Es una gran historia, abu. Y esa señora era buena.
-Sí, cariño -dijo ella, sonriendo, sin revelarle
que la enferma de la historia era su madre, y que una de las cuatro niñas que
lloraban era ella misma-. Ojalá hubiese más como ella. El mundo sería mucho
mejor.
Nuela, la de las flores de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons
Nuela, la de las flores de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons