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jueves, 3 de marzo de 2016

Ilusiones sobre una pared









 Ilusiones sobre una pared



París,  28 de diciembre de 1895

Salon Indien du Grand Café del Boulevard des Capucines





-Estoy muy nerviosa. No sé muy bien lo que nos van a ofrecer hoy aquí –dijo la mujer mientras buscaba acomodo en la sala de aquel gran café parisino.
-Oh, querida, no te preocupes. Se dice que es un gran invento que nos dejará a todos con la boca abierta. Ten paciencia. Nos han invitado por algo.
-Espero que no se trate de algo pecaminoso que ponga en peligro nuestra integridad moral, Georges.
-No te preocupes tanto, Eugènie. Mira, han llegado.




Dos caballeros pulcramente vestidos se acercaron a un aparato de madera sostenido en el aire en un soporte de tres patas también de madera que se encontraba en la parte posterior de la sala, atestada de gente que esperaba aquel estreno como algo, se decía, que podía cambiar el mundo. Se apagaron las luces del local, lo que arrancó una exclamación de todos los concurrentes, que conformaban la flor y nata de la alta sociedad parisina.

En medio de la oscuridad, una sola luz salió en línea recta hacia la pared. Y entonces ocurrió. Una serie de imágenes surgieron milagrosamente dibujadas en aquella pared. Todos exclamaron sorprendidos. Aquello parecía magia. Se trataba de las imágenes en blanco y negro de un grupo de trabajadores saliendo de una fábrica.




-¿Qué son? -preguntó Eugènie que parecía no entender de qué iba todo aquello.
-Son imágenes de personas que están ahí  aunque no están en realidad, pero que sin duda existen en alguna otra parte. Creo que son sus representaciones. Es fascinante.
-Parece como si un daguerrotipo hubiera cobrado vida. ¡Mira, ahora sale un tren! Georges, esto es fabuloso –dijo la joven que comenzaba a comprender.

Una proyección más para terminar. Un señor regaba su jardín, y le pasaba de todo, un chico le pisaba la manguera para interrumpir el trabajo del jardinero, un hombre mayor seguía la misma broma. El jardinero terminaba mojado y mojando a todo el que pasara por allí. La escena arrancó algunas carcajadas del respetable.

A Eugènie se le pasó algo por la cabeza.




-No sé si esto tiene algún sentido, pero te lo voy a contar, querido Georges. En esas imágenes ellos han pactado lo que debe ocurrir. Yo puedo escribir historias que pueden ser igualmente proyectadas en la pared. ¿No conoces a esos señores? ¿Podrías hablar con ellos?

Eugènie no sabía bien lo que acababa de decir. A Georges se le encendió una bombillita. Méliès, que era el apellido del marido de la inspirada joven, dio un respingo. Iba a nacer el cine como forma de ocio y cultura. El cine que cuenta cosas.






Sin saberlo, Eugènie con su idea acababa de plantar en el corazón de un pionero como su marido el germen del cine de ficción.

Y es que algunas ideas que parecen absurdas acaban por cambiar el mundo. Aquel día nacieron las ilusiones de la fábrica de sueños. El nacimiento del cine. Casi nada.




Obreros saliendo de la fábrica:  

 Llegada del tren:

 El regador regado:






Ilusiones sobre una pared de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons





jueves, 25 de febrero de 2016

El Rayo de medianoche




El Rayo de Medianoche


Cada noche baja despacio las escaleras tras dejar el dormitorio, temiendo despertar a su marido. El hombre duerme plácidamente mientras ella se escapa nada más que oye el primer ronquido, señal de que ya no despertará hasta el amanecer.


Ella, llueva o nieve, sale de la casa con un capazo de paja colgado del hombro y corre, corre todo lo que puede para perderse en el bosque. No tiene miedo de la oscuridad de la noche, sus ojos se vuelven felinos y lo ve todo. Se quita la ropa y se pone una túnica blanca hasta los pies. Lo deja todo ordenado en el capazo.

La espesura se tupe cada vez más, y solo un rayo de luz entra cada año sobre el ara de los escogidos. Ella lo era. Ya llevaba casi un año lunar custodiando el Rayo de Medianoche que incidía justo en el medio del altar. Esta era la última noche, y la investirían como sacerdotisa del Rayo de Medianoche. Ello le reportaría obtener poderes para ayudar a la naturaleza y protegerla de las miserias de los hombres.

Se concentró, pues se acercaba la hora en que el Rayo incidiría sobre la piedra sagrada, y ella debería esperar la señal de que es reconocida su promesa cumplida. No falló ni un solo día. Todo debería estar en orden.

El rayo apareció de repente, y se fue moviendo poco a poco hasta incidir sobre el ara. Entonces un águila se le apareció y le dio un mensaje que llevaba en el pico. Luego se le posó en el hombro, confiada. Era su nombramiento como sacerdotisa del Rayo de Medianoche. Le emplazaban a la noche siguiente para los festejos por este motivo. Tendría que contárselo todo a su marido. Esperaba que reaccionase bien.

Regresó a casa, a su moderna casa del siglo XXI, equipada y confortable. Se metió en la cama y su marido despertó. Lo que no había ocurrido en un año, pasó en un segundo.

-¿De dónde vienes? –preguntó.
-Del baño, querido.
-Ah, venga duérmete. Y no des tantas vueltas.

La mujer tuvo que contener la risa. No era el momento. Mejor durante el desayuno.

Y durante el desayuno se lo dijo. Se lo soltó así, a bocajarro y sin salvavidas. Él la miraba atónito. No tenía ni idea de lo que le contaba su mujer. Lo había llevado con tal discreción que aquello le pillaba totalmente por sorpresa. ¿Es que su mujer se había convertido en una bruja? ¿Era eso?

-¿Eres… una bruja?
-Sacerdotisa. Una especie de dama protectora del bosque. No debes temerme. Lo hice porque me aburría mientras tú trabajabas tantas horas y casi ni me mirabas de lo cansado que llegabas. Me aburrí de mis amigas, todo el día hablando de trapos, trucos de belleza y de hombres, además de poner a parir a sus maridos. Me aburrí de todo eso y decidí salir al bosque a explorarlo durante las tardes un ratito cada día. Y durante uno de esos paseos me encontré algo. Un envase de plástico de esos que sirven para guardar documentos enrollados. Lo abrí y me encontré con ellos. Me instruyeron sobre plantas, sobre el clima, sobre ciencia, filosofía, lenguas antiguas, magia verde, medicina… Cuando llevaba siete años estudiando todas esas materias durante la noche con mi maestro sacerdote, entonces llegó la licenciatura, significa que debemos pasar un año custodiando el Rayo de la Medianoche cuando incide sobre el ara sagrada. Ayer cumplí ese año, supe que mi tótem es el águila  y esta noche me dan el título y el poder. Necesito que vean que tú lo sabes y que lo entiendes.

-¿Magia verde?
-Solo hace efecto sobre las plantas.
-¿Algo más que deba saber?
-No. Bueno sí, la ceremonia y la cena de celebración es al ocaso, a las ocho de la tarde. Ponte guapo. Yo te esperaré allí. Te enviaré a alguien a buscarte.
-¿Por qué no podemos ir juntos, ya que es inevitable que tenga que ir?
-Porque antes de la ceremonia pública está la privada entre sacerdotes y sacerdotisas donde juraré los votos. Después saldré ya investida y me proclamarán ante el pueblo.
-¿Qué pueblo? ¡Esto es una locura!
-El bosque es nuestro pueblo. Allí nos sentimos seguros. Nos sentimos en casa. Sabemos que nada malo puede pasarnos allí porque nuestro pueblo nos protege. Después de la cena tendremos una sola noche para despedirnos.
-¿Despedirnos?
-Me aburrí de ti, ¿recuerdas? Y busqué un cambio en mi vida. Mañana cohabitaremos por última vez y nos diremos adiós. Así es el mandato del Consejo del Rayo de Medianoche. Espero que sepas estar a la altura de lo que se espera del exmarido de una sacerdotisa.
-¿Y qué se espera?
-Que sepa renunciar a ella. Yo ya solo procrearé con el maestro. Será mi esposo esta medianoche tras nuestra despedida. Así debe ser.
-¡Anna! ¿Por qué? ¿No eras feliz? ¿Y por qué no me lo dijiste?
-Porque si no fuiste capaz de ver la tristeza de una vida anodina en mis ojos, y la posterior ilusión de mis escapadas nocturnas, es que después de veinte años juntos no me conoces. Y si todavía no me conoces, nunca me conocerás. Ven mañana. Allí te entregaré firmados los papeles del divorcio.
-¿Anna? ¡Ay, Dios mío! ¡Anna!
-Oh, querido, tranquilízate. Lo superarás. Y encontrarás otro florero para los próximos veinte años.
-¡Anna! ¡Anna, espera!
Pero Anna ya no le escuchaba. Se había ido al supermercado dejando a Rick con la palabra en la boca. No quería saber nada de un tipo que no la conocía, ni se preocupaba de ella, ni le contaba cosas, ni la sacaba de casa ni a cenar, ni de paseo, ni conocía sus ciclos menstruales, ni salían nunca de vacaciones, ni de viaje por algún otro motivo, ni un detalle con ella, ni una caricia, ni una mirada cariñosa, nada. Nada. Y encima le había prohibido trabajar fuera de casa, porque él ganaba más que de sobra para los dos. Los hijos no venían, claro que tampoco es que se pusiesen a menudo a la tarea. A lo mejor habría que adoptarlos, asunto al que él se negaba. Si tenían que ser padres, lo serían cuando quisiese Dios. Pero parece que la divinidad no recordaba que en esa casa alguien necesitaba un cambio. Y un hijo lo es, pero no venía.
Y entonces encontró ese documento ¿perdido? en el bosque.  
Y su vida cambiaría desde esta noche.






El Rayo de Medianoche de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons















jueves, 18 de febrero de 2016

Los Maquillados





Los Maquillados





La joven se encontraba dentro de un arcón antiguo de madera, escondida y conteniendo la respiración. Jadeaba y el miedo hacía que sudase copiosamente. En el exterior se oía el ruido ensordecedor de una sierra mecánica, y unas risotadas. De pronto, la puerta del arcón fue abierta. Un personaje vestido de payaso con la motosierra en la mano la vio y comenzó a reír.

-¡Te he encontrado! ¡Te he encontrado y te voy a matar! –gritaba el payaso que esgrimía una mirada que parecía que los ojos le iban a estallar en sus propias cuencas. 


 La joven se acurrucó, sacó su mano y espolvoreó esos ojos con un pulverizador de gas pimienta. Salió ágilmente del arcón y, mientras, el payaso gritaba por el terrible escozor del que no podía zafarse. Ella aprovechó para robarle la motosierra y empujarlo hacia el arcón.

-¿Qué pasó, psicópata maquillado? Parece que las circunstancias han cambiado. En realidad yo te encontré a ti. Te he buscado sin descanso, pero aquí estás, al fin.

El payaso seguía frotándose los ojos, pero se reía a la vez.

Ella no había visto a quién tenía detrás, que se había ido acercando poco a poco. El Payaso Mayor de la secta. El más grande, terrible e implacable asesino de todos. El monstruoso payaso la levantó en el aire, pero no contó con que ella era de profesión policía y jardinera en sus ratos libres, por lo que sabía manejar las motosierras como nadie. En un abrir y cerrar de ojos, y mientras ella seguía en el aire, le pasó el filo de la sierra desde la entrepierna hasta el pecho. El corazón y otras vísceras quedaron al aire. El monstruo, con expresión de incredulidad, cayó al suelo.


Cuando el payaso del arcón vio aquello, se asustó. Seguían picándole los ojos terriblemente. La joven se le acercó, mientras otros encañonaban al maquillado ser con sus armas de reglamento.

-No, déjalo Silvia, ya estamos aquí. ¿Estás bien?
-Soy una superviviente, ¿recuerdas? Estos payasos dejarán de hacer sus gracietas por un tiempo.
-El grande está muerto.
-Era él o yo.
-Está bien, no te enfades. Eres policía, hiciste tu trabajo y salvaste tu vida.
-Mi vida y la de estos otros seres –dijo mientras caminaba y abría una trampilla del suelo de la sala.


Cuando el policía abrió la trampilla un hedor insoportable ascendió y obligó al agente a otros policías que allí acudieron a echarse para atrás. Lo que vio le dejó helado: unos cuarenta  niños y niñas pululaban por el sótano, llorosos, sucios y oliendo la sangre de otras personas que allí colgaban desangrándose como terneras tras el sacrificio. Entre los colgados se encontraba la directora del centro y sus ayudantes, diez fallecidos en total. Por ellos no se podría hacer nada, pero sí por los que seguían vivos.

Silvia había salvado su vida y la de los niños. Y aquel orfanato mancillado por la sangre y la locura cerraría sus puertas.

Cuando unos días antes la directora del centro contrató a aquellos payasos para celebrar el cumpleaños de uno de los niños, no sabía a quiénes había metido en la casa. Una secta, que se hacía llamar “Los Maquillados”, que solo admitía entre sus filas a psicópatas en paro, y que aprovechaba las fiestas ajenas para cometer sus asesinatos. Los gritos que llegaban desde la residencia regularmente de un tiempo a esta parte alertaron a los vecinos, que avisaron a la policía de inmediato: algo extraño pasaba en aquel lugar.

Desde entonces, aquella gran casa de la colina dicen que tiene fantasmas, que cada noche de luna nueva pueden verse en el jardín de la fachada los espectros del Payaso Mayor y de la directora del centro peleando, motosierra espectral en mano. Él, defendiendo su locura, ella defendiendo a los niños.



Las nubes ocultan el firmamento estrellado, mientras el drama se repite una y otra vez, en un bucle sin final.

A Silvia nunca le gustaron los payasos especialmente, pero lo que sí adora desde entonces, es su envase de gas pimienta.








Los Maquillados de Susana Villar está subjecta a una licència de Reconoixement 4.0 Internacional de Creative Commons






jueves, 11 de febrero de 2016

Entre las ruinas



ENTRE LAS RUINAS

    

          Tras el bombardeo, la ciudad se quedó extrañamente muda. A lo lejos se veían columnas de humo que, como volutas procedentes de enormes cigarros que nadie estaba fumando, se elevaban hacia las alturas para diluirse en el espacio.
        El aspecto de la ciudad era devastador. Antes, sus numerosas calles flanqueadas por bellos edificios art-decó destacaban en cientos de guías turísticas impresas de todo el mundo, pero que en apenas unas horas se habían venido abajo, y ya no quedaban más que ingentes moles de piedra derrumbadas, restos de arte decadente que no tendrían continuidad, más que en la propia memoria de los supervivientes.



            Y esa era la cuestión. Recorrí cientos de metros desde mi derruida casa para intentar recuperar el contacto con mi familia y amigos, pero en el lapso de tiempo que utilicé en buscarlos, no me crucé con nadie. Ni un alma, ni un herido, ni un cadáver que ilustrase el horror vivido pocos momentos antes. Estaba sola, y, en efecto nunca antes había yo experimentado tal sensación en medio de la calle de una gran ciudad. Una sensación que sobrecogía. 



            Avancé, y pude vislumbrar cerca un edificio que me era muy familiar: era el Centro de Asuntos Sociales del barrio, en el cual yo trabajaba llevando el tema administrativo. Apreté el paso: tal vez allí encontrase a alguien con quien aliarme para buscar a los nuestros. Llegué a la puerta, que estaba abierta, aunque se podía acceder al edificio a través de los muros caídos. El edificio carecía de techumbre, los cascotes estaban por todas partes, y, sin pensarlo dos veces, entré.
      Y allí estaba él. Mi él. Mi compañero de años. Corrimos el  uno a los brazos del    otro, y nos fundimos en un interminable beso, sobre el sofá cubierto de polvo que aún permanecía en el centro de la sala deespera, y ese beso consiguió que, por unos instantes, olvidásemosque nos rodeaba la muerte y la devastación, y que, al reencontrarnos, el futuro era posible. 



            Aquel sofá significaba esperanza.
        
          Para todos aquellos que por causa de la guerra lo han perdido todo excepto su dignidad y la esperanza de seguir viviendo.




 


   Entre las ruinas de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons




jueves, 4 de febrero de 2016

¿Y si...?



¿Y si…?





El viento movía los pinos nevados. El frío parecía todavía más intenso ante el cielo despejado. Ni una nube osaba interponerse entre Ingo, y el universo. Se había enamorado de las estrellas desde el primer día que las vio.

-¿Qué es eso que brilla tanto, papá? –preguntó el chico, un rubito de grises ojos angelicales de apenas cinco años.
-Son planetas o estrellas, que brillan para nosotros y nos proporcionan este panorama tan extraordinariamente bello.
-¿Y nada más? –preguntó Ingo, todavía intrigado.

-Sí, hay un secreto. Pero si te lo cuento debes evitar contarlo, o las consecuencias serán malas solo para ti. Sólo podrás contárselo a tu hijo mayor, como hago yo ahora.

-¡No lo contaré! Te lo prometo, papá –dijo enseñándole las manos para demostrar que no estaba cruzando los dedos.

-Está bien. Las estrellas poseen planetas a su alrededor, lugares que no podemos visitar físicamente porque están muy lejos y nuestra tecnología todavía no sirve para realizar viajes tan largos.

-Ya…

-Pero hay una forma. Una forma secreta y que funciona de manera diferente en cada persona.

-¿Sí? ¿Y cuál es?

-Son los lugares donde ocurren los sueños.
 -¿Mis sueños ocurren en una estrella?
-O en un planeta desconocido.

-¡Pero mis sueños suceden todos en la ciudad!

-Fíjate bien cuando sueñes si no ves cosas, calles y edificios distintos de la realidad.

-Ahora que lo dices… sí. Es como una mezcla de ciudades que he conocido antes de verlas en las vacaciones con vosotros o por la tele, aunque hay muchas calles, parques y puentes que no sé de dónde salen.

-¿Lo ves? Tú vas siempre al mismo planeta, y lo estás explorando bien. Sería interesante saber cuál es. A lo mejor podemos buscarlo y verlo por el telescopio.

Ingo miró hacia arriba y se quedó pensativo unos instantes, sin decir nada.

-¿Sabes qué? ¡Creo que voy a irme a la cama a ver si vuelvo al mismo planeta o me voy a otro!
-¡Maravillosa idea, Ingo! ¡Investiga sobre su nombre! –le dijo a su hijo mientras le besaba para darle las buenas noches.
-Lo intentaré. ¡Buenas noches, papá!


-¡Buenas noches, hijo!
El hombre se levantó de la silla y entró en el salón para prepararse una copa.
Mientras daba vueltas a los hielos del gin-tonic, pensó: “Qué exigente es ser padre, lo que tengo que inventarme para que se vaya a la cama sin montar el numerito. A ver si esta idea le dura”, dijo mientras apuraba la copa de un trago.

Pero en su interior había nacido la duda. ¿Y si lo que había revelado era un arcano que servía de llave para descubrir los secretos de la mente humana? ¿De dónde le vino a él semejante idea, de una zona planetaria de sueños? ¿Sería como un universo paralelo al que vamos cuando dormimos? Tampoco es que él gozara de una imaginación especialmente dotada.
Ahora que lo pensaba, tampoco él identificaba la tierra a la que viajaba por las noches.
Posó vacilante el vaso semivacío sobre la mesa baja del salón. Cerró la puerta de la terraza donde la velada seguía siendo clara. Enfiló a su habitación.
Esa noche intentaría aclarar el misterio. Entre almohadas. 







¿Y si...? de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons




jueves, 28 de enero de 2016

El último recurso




EL ÚLTIMO RECURSO


-No me toque. Váyase, déjeme en paz. Quiero estar solo.
-Lo lamento, pero tienes que acompañarnos –dijo el policía que pertenecía al grupo étnico de los desteñidos.
-¡No he hecho nada!
-¿Seguro? ¿Y esto que tienes en tu mochila, qué es entonces? ¿Podrías explicarlo?
-Es… una cabellera.
-Es una cabellera que conserva su trozo de piel. Y todavía sangra.
-¡Forma parte de las tradiciones!
-No es verdad. Los de tu tribu hace siglo  y medio que renunciaron oficialmente a este tipo de ritos.
-Esta vez no pude negarme. Tuve que hacerlo. Manitú se lo ordenó al jefe.
-¿Habláis con los dioses?
-¿Y qué tiene eso de particular? Ustedes los cristianos llevan haciéndolo dos mil años.
-Pero no matamos a nadie por orden de nuestro Dios.
-¡Ni nosotros! Pero no diga eso. ¿Y la inquisición? ¿No mataba por motivos religiosos? No mienta, inspector. Ya nos conocemos. No soy un tipo violento. No había arrancado una cabellera en mi vida, pero esta vez tuve que hacerlo. Sin embargo no he matado a nadie.
-Pero has profanado una tumba. Y eso no está bien.
-Hable con el jefe. Él me dijo lo que debía hacer. Mire, por ahí viene.
-¡Gran jefe Serpiente Veloz!
-He venido porque he oído la llamada. Piedra Plana me necesita.
-Claro que necesita de su testimonio. Está detenido por profanar una tumba.
-Yo se lo ordené. Hay que volver a los dioses. El hombre blanco prometió darnos una vida a cambio de nuestras tierras y sólo nos ha traído whisky y una juventud perdida. La cabellera es de su padre, que como sabes fue enterrado ayer en las plataformas de nuestra necrópolis, al modo tradicional –el jefe y el inspector se conocían de muchos años atrás, por eso se tuteaban.
-Sabes que debéis enterrar a vuestros muertos bajo tierra, como exige la ley.
-Nuestras leyes son otras. Y no hacemos daño a nadie con ellas. En cambio, vosotros deberíais analizar si las vuestras ayudan o perjudican. Ahora debo ofrecerle la cabellera al dios para que nos devuelva la vida y la dignidad. Es un gran sacrificio.
El inspector echó un vistazo a la reserva en cuyas afueras se encontraban. Se veían pasar jóvenes completamente borrachos con botellas en la mano, caminando de lado a lado por las calles sin asfaltar. Y era mediodía. No vio uno ni dos: en el escaso lapso de tiempo que estuvo en aquel lugar contó más de cien jóvenes en esas circunstancias.
-Es cierto que hay que hacer algo. No es normal, que de doscientos veinte jóvenes que tiene esta reserva ciento noventa sean alcohólicos.
-Pues eso estamos intentando arreglar.
-¿Cortándole la cabellera a un difunto? Además, ¿no debería pertenecer a un enemigo?
-Yo pregunté al dios qué podíamos hacer. Y una noche reciente él me contestó en mis sueños. Envió a uno de sus súbditos a cortarle la cabellera a su padre, y luego se la ofreció al dios, de tal modo que toda la tribu se curó. Nosotros ahora no tenemos más enemigo que el whisky y el desempleo, y a esos no se les puede cortar la cabellera. Pero el dios habló y ordenó. Y lo que él hizo, nosotros lo vamos a hacer igualmente: respetar su mandato. Piedra Plana perdió a su padre hace tres días, y ayer, con la luna adecuada era el momento. Piedra Plana, ¿tienes la ofrenda?
-Sí, gran jefe –la sacó de su mochila y se la entregó.
-Bien, esta medianoche toda la tribu se reunirá en torno al fuego en el sitio de costumbre para realizar el ritual. Escríbelo en la pizarra de avisos de la Casa del Pueblo, para que todos lo sepan.
-Iré también a la emisora de radio para que lo digan.
-Perfecto, hijo. Ve ahora.
-Está bien, jefe, me iré y haré como que no he visto nada. Dejaré que resolváis esto a vuestra manera, pero no toleraré que alguien resulte herido.
-Gracias y descuide, inspector.
 “Ojalá les salga bien –pensó el viejo inspector de policía-. Si creyendo en esos ritos algún muchacho recapacita y deja de beber, lo daré por bien empleado.”
El policía se subió al coche mientras miraba cómo el anciano jefe y el joven huérfano se alejaban cada uno en una dirección. En la reserva nunca dejaron de intentarlo, pero, por más cabelleras que ofrecieron, el mal nunca los abandonó del todo. El efecto placebo que suponen los ritos religiosos no siempre sirvió para ayudar. Tal vez si el grupo de los desteñidos interviniera con sus psicólogos y personal sanitario entendido en adicciones, se lograría algo. Pero desde el siglo XIX ellos vivían a su suerte, sin esperanza, sin futuro, sin brillo en los ojos.
Y todo eso en la tierra de las oportunidades.
In God we trust.





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