Relato: Almas de seda blanca
Versalles, diciembre de 1763
Henriette se escondía siempre. No le estaba permitido asistir a los conciertos de los diferentes compositores que solían celebrarse en palacio, pero había uno que desde que llegó unos días atrás le cautivó sin remedio, y eso que no era más que un niño: Mozart, de seis tiernos años de edad. Su afición por la música del joven compositor le llenaba tanto el espíritu, que maldecía su humilde cuna cada vez que las adornadas puertas beiges del salón de conciertos se cerraban ante ella, dejándola fuera. Adoraba la viva suavidad del sonido del clavecín que tantas veces había oído tocar, pero nunca de aquella manera tan imaginativa, diestra y precisa.
Henriette pertenecía al servicio de palacio. Hacía camas, barría, quitaba el polvo, vaciaba las bacinillas en los dormitorios de los nobles, limpiaba cristales, lavaba y arreglaba la ropa de los nobles con primorosos zurcidos que así disimulaban su uso ante la alta sociedad. Se decía que gracias a sus manos la ropa de los reyes lucía como nueva durante años. Pero ella no podía comprender que aquellas notas que salían de aquel salón sólo pudiesen ser disfrutadas por gentes que ostentaban grandes pelucones, pañuelos sujetos por anillos a sus dedos y que todos y todas movían con un desparpajo cargado de frivolidad, vestidos inmensos que no cabían por las puertas cuajados de pedrería y finas laminillas de oro, zapatos de tacón alto y grandes hebillas, rostros maquillados sin discreción y lunares pintados sobre bocas más rojas que la sangre.
Se decía que Mozart sólo permanecería en Versalles hasta mediados de enero del año siguiente. Entonces ella resolvió que deseaba, por encima de cualquier cosa, conseguir un recuerdo del que consideraba el mejor músico que nunca había pisado aquellos salones. Su oído, a pesar de no haber tomado clases de música en su vida, era tan fino, y su gusto tan delicado, que, de haberse casado con algún noble de relumbrón, nadie habría notado su ascendencia plebeya en cuanto a su instinto musical. Y es que ella había nacido y crecido en aquel ambiente, eso sí, entre escobas, montones de patatas y bacinillas llenas, pero escapándose siempre que podía a ocultarse tras las puertas cerradas para ella, que no cejaba en su empeño, pues pensaba que como ella en sus gustos “la música es libre y no puede encerrarse en una sala”. Efectivamente, la música salía libremente y allí estaba ella para recibirla en su atribulado espíritu.
Una de aquellas veladas en que ella había terminado ya sus tareas, el pequeño Mozart daba uno de sus conciertos ante su majestad Luis XV y la marquesa Madame de Pompadour. El niño dio todo lo que tenía dentro, y, acuciado por una infancia nada convencional cargada de viajes, sólo buscaba reconocimiento a través de besos y abrazos, como cualquier otro niño. Pero, al terminar la audición, Madame de Pompadour se negó a besarlo, lo que produjo en el niño tremenda desazón, y abandonó la sala corriendo, sacando fuerzas de su universo infantil para cerrar la gran puerta sin mirar atrás. Cuando salió allí estaba Henriette. Ella, al saberlo tan cerca, se asustó.
-¿Qué haces aquí escondida? –preguntó el niño.
-Yo… sólo quería escucharos. Adoro vuestra música. Sois el mejor intérprete que nunca ha pisado estos suelos que yo limpio a diario.
- Pues permíteme decirte que están muy limpios. A mí me gusta correr por lo suelos encerados y tirarme por ellos resbalando, ¿a ti no? –preguntó.
-Sí, pero si me ven jugando por el suelo, me despedirán. No puedo hacer lo que quiero. Si me dejaran, hubiera estado ahí dentro disfrutando de vuestra música.
-Haremos algo. Vas a entrar porque yo lo digo. La bruja de Pompadour no ha querido darme un beso al terminar, pero si tú me das uno, entraré y tocaré para ti.
-Todos se están marchando ya.
-Por eso, nadie te dirá nada, y si lo hacen te defenderé.
-¡Gracias! –dijo mientras ella le daba un sonoro beso en la mejilla.
Entraron en el salón, mano sobre mano, como si ella fuese la hija del rey, pero cuando todos los que allí permanecían tras la marcha del monarca y la marquesa vieron a quién traía de la mano se horrorizaron: una joven sin peluca, sin maquillar, casi descalza, vestida desde luego no para la ocasión, pues no era más que una pobre muchacha que vaciaba los orinales de palacio.
-Siéntate –le dijo el niño y ella obedeció-. Señores, señoras, voy a tocar una pieza para mi amiga... ¿cómo era tu nombre?
-Henriette…
Todos se sentaron sin entender nada. Mozart sacó toda su ternura y su fuerza al mismo tiempo, y tocó durante media hora más. Fue grandioso, y Henriette lloraba de emoción, aplaudía, reía y hasta se sentía un tanto ruborizada por la situación que jamás pudo imaginar ocurriría.
Cuando terminó dio a la joven sirvienta su pañuelo con las iniciales WAM, para que nunca olvidara ese día. Ella se fue feliz a dormir aquella noche y guardó el pañuelo de seda blanca como uno de sus más preciados tesoros.
El padre del niño, al salir hacia sus aposentos le preguntó, por qué había entrado en el salón de la mano de una sirvienta.
-Porque ella me dio el beso que Madame de Pompadour me negó, se lo merece más que la marquesa. Y además adora mi música –respondió sin pestañear.
-Y así fue cómo conocí a Mozart, queridos nietos –dijo la anciana todavía emocionada con el pañuelo ya desgastado por el tiempo y las muchas horas de contemplación entre sus manos, mientras las notas de aquel concierto todavía resonaban en su cabeza.
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Almas de seda blanca de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons
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