Relato: Surréaliste
Manuel corrió desesperadamente. Había logrado escaparse de sus captores mientras ellos mantenían una estúpida discusión sobre quién iba a torturarlo primero. Se había soltado las manos subrepticiamente de la cuerda con que le habían maniatado, y después había puesto pies en polvorosa. Aquel bosque tupido de altos chopos parecía no terminarse nunca, mientras ponía tierra de por medio. Sudaba en abundancia, y las heridas de las piernas y su costado se mostraban impúdicamente abiertas. La sangre manaba con profusión, pero eran tantas sus ansias de salir de aquella situación, que la adrenalina le llevaba a correr como si su cuerpo se encontrase ileso y en forma.
Recordaba vagamente lo sucedido mientras corría e intentaba ocultarse tras la espesa masa arbórea. Había salido de casa como siempre, en dirección a su trabajo. Se disponía a entrar en su coche, cuando dos encapuchados armados le encañonaron y le amenazaron con disparar si no entraba en la furgoneta que se encontraba aparcada justo detrás de su coche. Manuel Gómez reaccionó dejándose llevar. Se subió a la furgoneta con las manos sobre la cabeza mientras el miedo se iba apoderando de él. Cuando llegaron a esa chopera, fue encañonado y obligado a andar hacia atrás con las manos atadas, pero en un momento dado nadie le avisó de parar al aproximarse a una roca que se elevaba sobre una caída de dos metros hacia abajo, y cayó de espaldas hacia el suelo. Ahí se le habían abierto las heridas que lucía en sus piernas y en su costado al entrar en contacto violento contra varias piedras del suelo. Se levantó como pudo. Los hombres reían, parecía que aquello les divertía.
Recordaba vagamente lo sucedido mientras corría e intentaba ocultarse tras la espesa masa arbórea. Había salido de casa como siempre, en dirección a su trabajo. Se disponía a entrar en su coche, cuando dos encapuchados armados le encañonaron y le amenazaron con disparar si no entraba en la furgoneta que se encontraba aparcada justo detrás de su coche. Manuel Gómez reaccionó dejándose llevar. Se subió a la furgoneta con las manos sobre la cabeza mientras el miedo se iba apoderando de él. Cuando llegaron a esa chopera, fue encañonado y obligado a andar hacia atrás con las manos atadas, pero en un momento dado nadie le avisó de parar al aproximarse a una roca que se elevaba sobre una caída de dos metros hacia abajo, y cayó de espaldas hacia el suelo. Ahí se le habían abierto las heridas que lucía en sus piernas y en su costado al entrar en contacto violento contra varias piedras del suelo. Se levantó como pudo. Los hombres reían, parecía que aquello les divertía.
Tenía que ser un error. Él no se dedicaba a la política, ni era un gran empresario, sólo el humilde ordenanza de un instituto. Su sueldo no justificaba un secuestro. Su familia, compuesta por su mujer y sus dos hijos pequeños, no podría pagar ningún tipo de rescate por él, así que pensó que aquellos hombres lo matarían sin más cuando supiesen el error que habían cometido.
Corría mirando atrás de vez en cuando, jadeando, casi ahogándose, cojeando y sintiendo el terror de oírles venir en su busca, y el fragor de algún disparo esporádico que nunca dio en el blanco, su espalda. Intentaba no hacer ruido que delatase su situación, pero su respiración agitada dificultaba esa discreción. Una de las heridas de la espalda comenzó a dolerle lacerantemente. Los secuestradores le estaban ganando terreno, venían a menos de cincuenta metros de él. El sudor le nublaba la vista, pero no quiso darse por vencido. Una casa. Sería un factor de distracción. Tal vez podría jugar a la guerra de guerrillas, esconderse, tomar algo en sus manos que le sirviera de arma defensiva, como un cuchillo, un palo o tal vez alguna pistola que languideciese en algún cajón como en muchas casas norteamericanas. La esperanza brilló de nuevo en sus ojos. Giró el pomo de la puerta principal de la vieja casa de campo que parecía deshabitada, y éste cedió. Bien. Entró sin hacer ruido. Miró en la cocina a ver qué podía servirle como arma defensiva, y vio que no había cuchillos a la vista. Abrió la cajonera de la encimera y tampoco allí estaba lo que buscaba. No se amilanó. Siguió andando por la casa, con miedo de que ya hubiesen llegado los hombres que le seguían, como así era.
Subió la escalera hacia el piso superior y entró en una habitación en que una señora mayor, como de noventa años, se encontraba sentada en una mecedora. Dormía, mientras en sus manos una labor permanecía inacabada. Se trataba de un largo lazo ancho de color azul claro que mantenía en su mano izquierda, y una aguja de coser enhebrada con hilo negro y un dedal plateado en el dedo índice de su mano derecha. El hombre se quedó sorprendido al ver la escena: La anciana dormía, aguja en mano y lo que cosía no era una ingenua labor, sino que se trataba de una dedicatoria de las que llevan las coronas de flores destinadas a adornar y ocultar el hedor de los muertos en sus recién estrenadas tumbas. La dedicatoria de aquel lazo habría explicado algunas cosas. Cuando Manuel la leyó, creyó que aquello no podía ser más que una pesadilla. Se pellizcó, y la sensación de dolor punzante casi le hizo gritar. Estaba despierto, sin duda.
Oyó un portazo, lo que alejaba la hipótesis onírica, y también cómo los hombres subían por las escaleras. A continuación, la sinrazón de un tiro en la cabeza, el desmayo inmediato, el no entender el porqué de aquella situación descabellada. Y por fin, la nada.
La dedicatoria del lazo que estaba cosiendo la anciana rezaba así:
Manuel Gómez Gutiérrez DEP Tu familia no te olvida.
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Surréaliste de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons
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