Solo para
valientes
Las
dos, madre e hija dormían profunda y tranquilamente en su dormitorio del piso
de arriba. Desde que sus padres se habían separado, Emily no podía dormir sola,
así que siempre compartía cama con su madre, a pesar de tener ya dieciséis
años. La separación había resultado traumática, pero habían transcurrido ya
tres años y lo estaban superando. Solo quedaba conseguir que Emily accediese a
dormir en su propia habitación, aunque en aquella casa la opción era hacerlo en
el sofá cama de la salita.
Después
del divorcio, su madre había decidido mudarse a otra ciudad, a vivir en una
casa en medio del campo, rodeadas de naturaleza. Un bosque se extendía por la
parte de atrás de la casa, una enorme pradera por delante rematada en un
arroyuelo que dispensaba al lugar un encanto especial, las montañas nevadas al
fondo. Abundaban las casas, pero se hallaban desperdigadas por toda la zona,
sin apelotonarse en torno a calles asfaltadas. La localidad a la que pertenecía
aquella zona rural se encontraba a seis kilómetros, por lo que los
inconvenientes de las ciudades no se dejaban sentir en aquellas latitudes.
Como
decía, las mujeres dormían. De pronto y en medio de la oscuridad, se escuchó un
estruendo colosal y seco, lo justo para interrumpirles el sueño. La casa
comenzó a temblar, la cama se movía. Las mujeres se despertaron sobresaltadas,
y se abrazaron sentadas, todavía tapadas dejando al aire solo los ojos,
temblando. Los ruidos continuaron durante un rato largo. ¿Se trataba de un
terremoto? ¿Un tornado, tal vez? Aquella era zona de tornados, pero no era
aquella la época en que solían presentarse.
-Mamá, son las tres de la mañana, no bajes, por
favor. No me dejes aquí sola.
-Pero
tengo que saber lo que pasa, hija. Regresaré en breve y te lo contaré, si no lo
hago no podremos volver a dormirnos.
Otro
golpe seco se oyó de nuevo en el tejado. Las mujeres se taparon del todo. La
casa seguía moviéndose. Todo temblaba. La madre se lo pensó mejor y decidió que
se iban a quedar donde estaban. Miraban por la pequeña ventana de la habitación
abuhardillada y no veían nada con aquella oscuridad, pero la casa se movía.
-¿Serán fantasmas? –preguntó Emily.
-No lo creo. Esta casa es nueva, aquí no se ha
muerto nadie.
-¡Aaaaaay, qué ruido otra vez!
-¡Voy a bajar!
-¡No, mamá, tengo miedo! ¡No bajes!
-Tápate e intenta dormir. Es temprano.
-Hasta que no vuelvas no podré dormir. ¿Voy
contigo?
-No,
mejor quédate donde estás, no sabemos qué es lo que pasa, aquí estarás más
segura. Vengo enseguida. Si en diez minutos no he regresado, llama a la
policía. Ahora tranquilízate.
A
pesar de las protestas, la madre bajó por la estrecha escalera sin pasamanos,
temiendo caerse, pues aquello no paraba de moverse. Sacó una linterna de un
cajón de la cocina y también un cuchillo cebollero por si necesitaba defenderse.
Se acercó a la puerta que la separaba del exterior, y, cargándose de valor, la
abrió de golpe. Iluminó el porche y allí no vio a nadie que motivase esos
ruidos… o sí.
Se
había desatado un terrible viento que anunciaba una tormenta de las que harían
historia. Las ramas de los árboles del bosque trasero chocaban violentamente
contra la cubierta de la vivienda, la cual continuaba moviéndose. Entonces ella
comprendió.
Era
lo que tenía vivir en una pequeña casa portátil sobre ruedas. El viento podía
moverla como si de un terremoto se tratase, por perfectamente calzada que
estuviese.
Se
apoyó sobre el dintel de la puerta pensando en que aquella creciente moda de
las casas portátiles estaría generando miedo a mucha gente aquella noche,
especialmente en personas como ellas, que siempre habían vivido en pisos que
pasaban desapercibidos en las ciudades, y que desde luego no se movían en caso
de viento o tormenta, ni siquiera un tornado típicamente americano podía
llevarse un edificio de pisos sólidamente construido.
Aquella
casa llamaba la atención por su reducido tamaño, les conquistó en cuanto la
vieron, pero cuando la compraron no pensaron en estos inconvenientes. Ni
tampoco en los tornados que sin duda un día se presentarían por allí casi sin
avisar, aunque para eso gozaban del remedio de enganchar la casa a un camión y
llevársela a un lugar seguro. Pero no fue argumento suficiente. Estaba claro
que no podrían evitarse algunos problemas como el de la inestabilidad de la
vivienda durante las ineludibles tormentas. Miró hacia el bosque ahora oscuro y
amenazante, y también pensó que si un día le daba por aparecer a un perturbado por
allí empuñando un arma, entraría fácilmente y ellas se convertirían en sus
víctimas, pues nadie se enteraría por mucho que gritasen, la casa más cercana
se encontraba a más de cien metros. O si a alguien se le ocurría la idea de
robar su casa enganchándola a un camión y con ellas dentro en horas de sueño, no
podrían hacer nada por evitarlo. Multitud de dudas, de ideas peregrinas
inundaron su mente, pues gozaba de una gran imaginación. Resolvió en ese mismo
instante deshacerse de la causa de todos esos posibles temores. Entró y subió
al dormitorio situado en el altillo, tranquilizó a su hija y apagaron la luz para
intentar retomar el sueño.
Decidió
venderla. Unos buenos cimientos pondrían la base de su nueva existencia
liberada de aprensiones. Porque el sentido de la vida consiste en eso, en ir
librándose poco a poco de ataduras, y sin duda el miedo es la más poderosa. De
ellas dependía ir esquivando los factores que desatasen sus miedos atávicos. Y para
dos urbanitas vivir en el borde de un bosque tupido en una casa que se mueve
con el viento podía representar uno de esos factores.
A
los dos días salió un anuncio en la prensa local: “En venta casa portátil sobre
ruedas preparada para entrar a vivir en paraje idílico. Incluye mecedora
generalizada en toda la casa los días de viento. Solo para valientes. Núm. de
ref. 20654F”.
Solo para valientes de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons
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