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jueves, 14 de abril de 2016

Solo para valientes


Solo para valientes


Las dos, madre e hija dormían profunda y tranquilamente en su dormitorio del piso de arriba. Desde que sus padres se habían separado, Emily no podía dormir sola, así que siempre compartía cama con su madre, a pesar de tener ya dieciséis años. La separación había resultado traumática, pero habían transcurrido ya tres años y lo estaban superando. Solo quedaba conseguir que Emily accediese a dormir en su propia habitación, aunque en aquella casa la opción era hacerlo en el sofá cama de la salita.

Después del divorcio, su madre había decidido mudarse a otra ciudad, a vivir en una casa en medio del campo, rodeadas de naturaleza. Un bosque se extendía por la parte de atrás de la casa, una enorme pradera por delante rematada en un arroyuelo que dispensaba al lugar un encanto especial, las montañas nevadas al fondo. Abundaban las casas, pero se hallaban desperdigadas por toda la zona, sin apelotonarse en torno a calles asfaltadas. La localidad a la que pertenecía aquella zona rural se encontraba a seis kilómetros, por lo que los inconvenientes de las ciudades no se dejaban sentir en aquellas latitudes.
Como decía, las mujeres dormían. De pronto y en medio de la oscuridad, se escuchó un estruendo colosal y seco, lo justo para interrumpirles el sueño. La casa comenzó a temblar, la cama se movía. Las mujeres se despertaron sobresaltadas, y se abrazaron sentadas, todavía tapadas dejando al aire solo los ojos, temblando. Los ruidos continuaron durante un rato largo. ¿Se trataba de un terremoto? ¿Un tornado, tal vez? Aquella era zona de tornados, pero no era aquella la época en que solían presentarse.

-Mamá, son las tres de la mañana, no bajes, por favor. No me dejes aquí sola.
-Pero tengo que saber lo que pasa, hija. Regresaré en breve y te lo contaré, si no lo hago no podremos volver a dormirnos.
Otro golpe seco se oyó de nuevo en el tejado. Las mujeres se taparon del todo. La casa seguía moviéndose. Todo temblaba. La madre se lo pensó mejor y decidió que se iban a quedar donde estaban. Miraban por la pequeña ventana de la habitación abuhardillada y no veían nada con aquella oscuridad, pero la casa se movía.
-¿Serán fantasmas? –preguntó Emily.
-No lo creo. Esta casa es nueva, aquí no se ha muerto nadie.
-¡Aaaaaay, qué ruido otra vez!
-¡Voy a bajar!
-¡No, mamá, tengo miedo! ¡No bajes!
-Tápate e intenta dormir. Es temprano.
-Hasta que no vuelvas no podré dormir. ¿Voy contigo?
-No, mejor quédate donde estás, no sabemos qué es lo que pasa, aquí estarás más segura. Vengo enseguida. Si en diez minutos no he regresado, llama a la policía. Ahora tranquilízate.

A pesar de las protestas, la madre bajó por la estrecha escalera sin pasamanos, temiendo caerse, pues aquello no paraba de moverse. Sacó una linterna de un cajón de la cocina y también un cuchillo cebollero por si necesitaba defenderse. Se acercó a la puerta que la separaba del exterior, y, cargándose de valor, la abrió de golpe. Iluminó el porche y allí no vio a nadie que motivase esos ruidos… o sí.
Se había desatado un terrible viento que anunciaba una tormenta de las que harían historia. Las ramas de los árboles del bosque trasero chocaban violentamente contra la cubierta de la vivienda, la cual continuaba moviéndose. Entonces ella comprendió.
Era lo que tenía vivir en una pequeña casa portátil sobre ruedas. El viento podía moverla como si de un terremoto se tratase, por perfectamente calzada que estuviese.
Se apoyó sobre el dintel de la puerta pensando en que aquella creciente moda de las casas portátiles estaría generando miedo a mucha gente aquella noche, especialmente en personas como ellas, que siempre habían vivido en pisos que pasaban desapercibidos en las ciudades, y que desde luego no se movían en caso de viento o tormenta, ni siquiera un tornado típicamente americano podía llevarse un edificio de pisos sólidamente construido.

Aquella casa llamaba la atención por su reducido tamaño, les conquistó en cuanto la vieron, pero cuando la compraron no pensaron en estos inconvenientes. Ni tampoco en los tornados que sin duda un día se presentarían por allí casi sin avisar, aunque para eso gozaban del remedio de enganchar la casa a un camión y llevársela a un lugar seguro. Pero no fue argumento suficiente. Estaba claro que no podrían evitarse algunos problemas como el de la inestabilidad de la vivienda durante las ineludibles tormentas. Miró hacia el bosque ahora oscuro y amenazante, y también pensó que si un día le daba por aparecer a un perturbado por allí empuñando un arma, entraría fácilmente y ellas se convertirían en sus víctimas, pues nadie se enteraría por mucho que gritasen, la casa más cercana se encontraba a más de cien metros. O si a alguien se le ocurría la idea de robar su casa enganchándola a un camión y con ellas dentro en horas de sueño, no podrían hacer nada por evitarlo. Multitud de dudas, de ideas peregrinas inundaron su mente, pues gozaba de una gran imaginación. Resolvió en ese mismo instante deshacerse de la causa de todos esos posibles temores. Entró y subió al dormitorio situado en el altillo, tranquilizó a su hija y apagaron la luz para intentar retomar el sueño.
Decidió venderla. Unos buenos cimientos pondrían la base de su nueva existencia liberada de aprensiones. Porque el sentido de la vida consiste en eso, en ir librándose poco a poco de ataduras, y sin duda el miedo es la más poderosa. De ellas dependía ir esquivando los factores que desatasen sus miedos atávicos. Y para dos urbanitas vivir en el borde de un bosque tupido en una casa que se mueve con el viento podía representar uno de esos factores.

A los dos días salió un anuncio en la prensa local: “En venta casa portátil sobre ruedas preparada para entrar a vivir en paraje idílico. Incluye mecedora generalizada en toda la casa los días de viento. Solo para valientes. Núm. de ref. 20654F”. 





Solo para valientes de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons




 

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